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Opciones para estas Fiestas

Lecturas que enriquecen la mente e invitan a reflexionar.

Foto: cedoc

El viaje a Mopti: la mejor decisión de toda la travesía

En 2019 recibí la grata sorpresa de que mi universidad galesa me quería honrar con un título especial haciéndome parte de su plantel asociado.

Yo estaba decidida a volver a Gales para recordar un poco el comienzo de mi largo recorrido –de casi cuarenta años– por el mundo de la seguridad, la guerra y la violencia. Gales, como Roma para Eneas, fue mi ciudad de esperanza, la ciudad en la que comenzó mi aventura de estratega. Pero tres semanas antes de partir, me pidieron en Naciones Unidas que me dirigiera a Mali por ocho días.

Yo no quería ir, pero no me podía negar. No era que me asustara la brutal guerra que allí ardía ni lo complicado del viaje, simplemente me sucedía que los recuerdos que yo guardaba de Mali eran tan pacíficos y esperanzadores, que no quería ver la nueva realidad porque la tendría que asumir.

No le temía a aquella feroz guerra, sino a ver con mis propios ojos cómo la Mali pacífica que yo había dejado atrás hacía tantos años no existía más. Los cascos azules intentaban estabilizar y contener la violencia, pero incluso ellos. eran asesinados. Pero ahora, como representante especial, debía poner una coraza en mi corazón y volver a esa tierra que tanto amaba, con la esperanza de poder ayudar a sus niños. Mi consuelo era saber que cuando el viaje terminara, me esperaban las montañas de gales con sus ovejas.

Cuando llegamos al río Sankarani, tributario del gran río Níger, pude ver la ciudad en la otra orilla. El río en Bamako, capital de Mali, es lo que define a la ciudad: anchísimo, con pequeños islotes apenas cubiertos por vegetación, que serpentea y aprieta la cintura de la ciudad. Si uno mira con cuidado hacia abajo, cruzando el puente, se pueden ver los lomos de los hipopótamos y también, de vez en cuando, el latigazo de la cola de algún cocodrilo cazando aves y peces. Bamako es una palabra que originariamente se traduce como “el río del cocodrilo”, pero hoy se lo asocia más con la tierra del hipopótamo. Más letales que leones o víboras, hay que tener respeto en la tierra donde habita este par.

Cuando el sol se pone sobre la riada y los pájaros vuelan, los colores del río cambian como lo hacen en los ríos de las provincias de Entre Ríos, Misiones y Corrientes en la Argentina. El río en Bamako también separa el norte del sur y ayuda a entender las divisiones raciales, étnicas, lingüísticas y tribales de Mali. Al norte está el tuareg con su soberbio orgullo beduino, al sur están las tribus africanas, dispersas y diferentes entre sí. Ahora estas tribus se estaban matando entre sí en la mitad del país. Los niños estaban en el medio de este sanguinario conflicto.

Mi misión a Mali era requerida porque se había desatado un nuevo tipo de violencia entre el norte y el sur. En una de las regiones con mayor riqueza agrícola del país, coexisten varios grupos étnicos en numerosas aldeas. Los dos grupos más numerosos se llaman fulani y dogón. Ambos, hasta ese momento, habían podido evitar ser blanco de la amenaza armada.

Tres meses antes de mi visita, una noche, un grupo de fulanis había atacado a varios pueblos dogones. Entraron de noche, encerraron a las personas en sus chozas y las prendieron fuego. Murieron cientos, de las cuales una tercera parte eran niños. A raíz de ese artero ataque, que no tenía ningún propósito salvo el de matar gente, los dogones contraatacaron a los fulanis de igual manera. Luego ambos grupos se armaron para la autodefensa de sus aldeas y nos llegaba información de que cada aldea reclutaba a todos sus niños, hasta chicos de seis años, armándolos. 

Desde hacía casi ocho años la violencia no paraba. Muchas veces, los ataques más agresivos se producían contra las tropas de las Naciones Unidas en el norte del país. La Misión de Paz de la ONU en Mali es, entre todas las otras, la que más personal perdió a causa de asesinatos y ataques.

La segunda en fatalidades es Somalia, y luego viene la República Democrática del Congo.

La situación para los niños malienses era dramática. Muchos chicos fueron secuestrados y reclutados a la fuerza como niños soldados y muchas chicas, secuestradas, violadas y vendidas como esclavas a través de las fronteras. En mis informes se acusaba de estas violaciones a varios grupos armados diferentes: teníamos cinco grupos que habíamos identificado como perpetradores y los nombramos en nuestro informe anual.

Mi equipo en el campo, compuesto por expertos en protección infantil en la Misión de Paz y en otras agencias como Unicef, era pequeño. Sin embargo, era muy bueno y logró que un grupo independentista del tuareg que se especializaba en atacar escuelas y reclutar niños se decidiera a firmar un acuerdo para terminar esas violaciones contra los derechos de los niños.

Esta misión de urgencia en Mali fue la primera en que un representante especial del secretario general para niños en el conflicto armado ponía un pie en el país. Ninguno de mis predecesores se había animado. Yo no los podía culpar. ¿Acaso no había hecho lo mismo hasta ser ordenada a ir?

No era quién para juzgar, aunque mis razones eran más bien emocionales.

Mi equipo coordinó muchas reuniones y reservó un vuelo humanitario a la capital de Mali central, en Mopti, donde estaban los fulanis y los dogones, con la esperanza de que yo pudiera intervenir en la lucha tribal que estaba desbaratando la vida de los niños.

La primera dificultad vino cuando el traductor de inglés a francés de la misión enfermó. Yo tendría que hablar sin traducción. Mi francés no es excelente, pero me defiendo cuando lo necesito, sin embargo, en misiones delicadas siempre prefiero contar con un traductor. Esta vez, tendría que hacer todas esas reuniones directamente sin ayuda de interpretación. (...)

Quizás el viaje a Mopti fue la mejor decisión de toda la travesía. Cuando llegué en la avioneta tuve algunas horas para hablar con las autoridades locales y los chicos sobrevivientes en los campamentos. 

 

☛ Título:En la cuerda floja

☛ Autora: Virginia Gamba

☛ Editorial: Edhasa

☛ Primera edición: Noviembre de 2025

☛ Páginas: 166

 

 

¿Es Milei el instrumento político que se esperaba?

Con qué país sueñan los dueños de la Argentina? ¿Qué futuro imaginan para las empresas, los campos, las máquinas, los

edificios, los centros comerciales, la infraestructura, los bancos, las plataformas digitales y los recursos naturales que controlan? ¿Tienen acaso un proyecto productivo-tecnológico capaz de conducir al resto de la sociedad hacia esa tierra prometida? ¿Es una idea de desarrollo nacional autónomo o apenas un plan de negocios subordinado a intereses extranjeros? ¿Hay lugar para todos y todas en ese país que imaginan? ¿Qué están dispuestos a ceder para convencer a toda la gente de que ese rumbo es el correcto? ¿Apuestan a dirigir el tránsito hacia ahí o apenas a mantener sus privilegios y acrecentar sus fortunas a expensas de los demás? ¿Es Javier Milei el instrumento político que estaban esperando?

Las preguntas sobre el gran capital son tan incómodas como infrecuentes porque al gran capital no le gusta responderlas.

Sus dueños adoran proponer soluciones para los problemas económicos que se fueron apilando en la Argentina del siglo XXI, pero siempre fueron reacios a autoexaminarse. Mucho menos están dispuestos a admitir que sus propias conductas, o al menos algunas de ellas, son parte de los problemas estructurales de un Estado y un aparato productivo todavía condicionados por las secuelas de una dictadura que la misma clase dominante apoyó decididamente.

Este libro propone un debate pendiente para una democracia que nunca supo, nunca pudo o nunca quiso discutir el rol de la élite empresarial. Ningún dirigente político fue mucho más allá de vagas alusiones (críticas o exegéticas, pero siempre superficiales) a quienes “se la llevan en pala”, a los “capitanes de la industria”, al “mundo emprendedor” o más recientemente a los “héroes benefactores”. Fuera del ecosistema de los negocios, aunque inclinen la balanza en todas las elecciones y condicionen de mil maneras la vida del resto de la población, los nombres de los que mandan apenas se conocen. Sus caras, mucho menos. 

Durante este primer cuarto del siglo XXI, la relación del gran capital con el poder político-estatal tuvo importantes vaivenes.

Tras fracasar en el intento de enterrar para siempre la disputa social por la riqueza debajo de la paridad fija del peso con el dólar de la convertibilidad, y ante el abismo de un “que se vayan todos” que los incluía expresamente, los referentes más lúcidos y conscientes del empresariado se aliaron coyunturalmente al peronismo para reconstruir la autoridad del Estado (“el país normal” de Néstor Kirchner) y hasta preservar una unidad nacional tambaleante en los estertores del ajuste recesivo e hiperdesigualador de fines de los noventa. Basta recordar que cada provincia había empezado a emitir su propia moneda y que se discutía seriamente la posibilidad de dolarizar la economía o entregarle la conducción del Banco Central a un comité de académicos extranjeros.

Una vez reconstruidas la unidad y la autoridad, volvió la disputa por el excedente económico. Más allá del detonante puntual, la guerra abierta que estalló entre el establishment corporativo y el kirchnerismo no fue por las retenciones a la exportación, por la Ley de Medios, por la estatización de las AFJP, ni mucho menos por la corrupción, un lenguaje que al empresariado nunca le resultó ajeno en la Argentina ni en ningún lugar del mundo. Fue una disputa acerca de quién administraba los frutos de un período de crecimiento inédito que se apalancó sobre la disparada de la tasa de ganancia que trajo aparejada la devaluación salarial de 2001-2002, la mejora de los términos del intercambio por la irrupción de China en el mercado mundial, la innegable modernización productiva de los noventa y el envión positivo de toda América del Sur, que además coincidió en una misma sintonía política y consiguió coordinar posiciones geoestratégicas como nunca lo había logrado.

El gran desacuerdo nacional que interrumpió aquel ciclo de crecimiento fue sobre cuál debía ser el tamaño del Estado. Y no solo porque el Estado hubiera crecido mucho por esos años (el gasto público saltó del 25 al 35% del PBI con el kirchnerismo y luego la pandemia lo empujó al 43%), sino también porque –salvo un puñado de excepciones– los grandes grupos económicos construyeron complejas estructuras offshore para eludir el pago de los impuestos que históricamente lo sostuvieron.

Como antes lo habían hecho sus primos europeos y estadounidenses, los magnates criollos se emanciparon del fisco. Así empezó, silenciosamente, la demolición del Estado. 

Solo faltaba alguien que terminara esa faena desde adentro. La hipótesis que explora este libro es que la motosierra de Milei vino a sacudir violentamente una relación de fuerzas que los patrones ya habían inclinado antes a su favor, paulatinamente, primero mientras toleraban que el Estado engordase y después cuando ya le habían puesto un freno a su expansión, pero no conseguían que retrocediera a su mínima expresión de los noventa.

En realidad, lo que se presenta públicamente como una discusión en torno al tamaño del Estado o a la supuesta eficiencia del mercado no es más que un velo para tapar la verdadera disputa: cuánto de la riqueza social administran los dueños del capital y cuánto se apropian los trabajadores activos, los inactivos (como los jubilados) y otros sectores sociales cuya supervivencia no garantiza el libre juego de la oferta y la demanda. Lo que estuvo permanentemente en disputa desde aquel crac de la convertibilidad es qué porción de la economía se mantenía bajo el control del capital y cuánto se le escurría.

Hasta qué punto es capaz de incidir la democracia sobre el rumbo productivo del país y su patrón de acumulación, incluso aunque los dueños también condicionen y decidan sobre el Estado, sin someterse a elecciones, como siempre ocurrió en los países capitalistas.
 

☛ Título: El país que quieren los dueños

☛ Autor: Alejandro Bercovich

☛ Editorial: Planeta

☛ Primera edición: Mayo de 2025

☛ Páginas: 240

 

 

Lo que más deseaban en sus vidas era ser amados

Personas rotas, heridas desde su infancia con un daño casi invisible: no haber sido cuidadas y haber tenido que cuidar de alguno de sus padres o de ambos. Padres frágiles con hijos sobreadaptados que salieron al mundo armados hasta los dientes para ganar la batalla de la vida, pero desprovistos de recursos para la experiencia más preciosa: la del amor. Creyeron que el amor era ese caos que vivieron y sentían que vibraban al ritmo de la pasión que se transformaba en mentira, en promesa, en desaparición, en abandono o en traición. No conocieron la calma y no saben cómo se hace.

Lo que más deseaban en sus vidas era ser amados. Y, sin embargo, iban por el camino equivocado. Nadie les había enseñado que el amor era cuidado, tiempo, paciencia, compromiso y entrega.

El amor es una decisión

¿Vos querés tener una pareja? pregunté. ¿Te atrevés a construirla? ¿Te animás a la calma de la rutina, al conflicto, a negociar acuerdos, a que la sexualidad no sea siempre increíble, a que las palabras de pasión se transformen en ternura y cariño profundo, a cambiar la intensidad por la profundidad?

 Me di cuenta de que les hablaba en un lenguaje que no entendían. El amor estaba ligado para esas personas algo vibrante, caótico, obsesivo y de cierta posesión. Era una experiencia de pérdida de sí mismos. Personas con una autoestima frágil para quienes no era difícil perderse en el otro que les daba identidad.

¿Cómo aprender una experiencia amorosa que se parece al aburrimiento? Sin sobresaltos, con más certezas, con confianza, sin tener que espiar celulares, con la seguridad y con la tranquilidad de que el otro estará allí cuando despiertes.

El apego seguro

El apego tiene mala prensa. Sin embargo, existe un estilo de apego que da seguridad y confianza y permite la autonomía. Es lo más parecido al buen amor.

Pensé entonces que era necesario volver a escribir sobre el amor. Porque todas las otras modalidades amorosas invocan su nombre, pero tienen más que ver con la obsesión, el enamoramiento, la atracción adictiva, la dependencia patológica.

Muchas personas dicen que desean una pareja, pero pretenden que “suceda”.

El amor de pareja es una decisión, no se trata solo de una emoción. Es la delicada construcción de un vínculo que estará muy lejos de los ideales de la pasión de los inicios. Los griegos diferenciaban a Eros de Philia. Eros era el amor de la locura, del sufrimiento, del deseo y la insatisfacción, del terror a la pérdida. Eros dice: “sufro porque no te tengo y cuando te tengo sufro porque tengo miedo a perderte”. Es el amor de la flecha de Cupido: instantáneo, fulminante como un rayo, te atraviesa y no hay nada que puedas hacer para que no te lleve por delante.

Una Philia erótica

Philia, en cambio, no es un amor desdichado, es el amor que se alegra por la existencia del otro y que no vive en estado de alerta. En palabras del filósofo francés Comte-Sponville, la pareja sería como una Philia erótica, es decir, hacer el amor con tu mejor amigo/a, con la persona que más te conoce, en quien confiás y que te atrae. Es el amor de la amistad y el compañerismo. Un amor sostenible y con el que se puede vivir porque ni te enferma ni te mata ni te hace padecer. Una de las definiciones que más me gustan del amor es la del alemán Theodor Adorno: “Poder mostrar tu vulnerabilidad sabiendo que el otro jamás se aprovechará de ella”. Este filósofo nos propone salir del lugar de comodidad en aras de la felicidad del otro. Pensar en el amor como la posibilidad de ser feliz con la felicidad del otro.

Los tiempos del amor

Hablar de buen amor es hablar de tiempo. No hay construcción posible sin tiempo. Las relaciones efímeras, intermitentes, ligeras son experiencias más o menos placenteras que se consumen como un plato de comidas rápidas, una especie de “fast love”. La pareja, en cambio, agrega vectores diferentes: el compromiso, la intimidad y el proyecto.

La primera parte de este libro está pensada en una sucesión de tiempos: desde el enamoramiento y la atracción inicial hasta los tiempos más elaborados en términos de decisiones cotidianas y complejas. Acuerdos, conflictos, negociaciones, el abordaje de la trama vincular que se teje con paciencia y trabajo.

Una receta de cocción lenta

Me gusta la analogía con la comida “gourmet”. Necesita tiempo de elaboración, delicadeza y no se devora: se saborea.

El buen amor tiene ingredientes sin los cuales no puede funcionar. Cada pareja podrá sazonar más su relación con uno u otro, pero tienen que estar. Claro está, habrá “no negociables”. Con esto quiero decir que no siempre es posible en la pareja por más trabajo que se haga, porque hay categorías que no se pueden negociar.

Confianza, comunicación, generosidad, cuidado, empatía son solo algunos de los elementos que no pueden faltar. No siempre hemos crecido con esos recursos emocionales, pero los estilos de apego infantiles se pueden cambiar con mucho trabajo personal, es decir, que podemos aprender a amar bien.

Las parejas al diván

¿Cuáles son las consultas más frecuentes en terapia de pareja? ¿Todas las parejas vienen para solucionar sus conflictos? ¿Algunas lo hacen para separarse bien?

En este capítulo me interrogo por los principales motivos de consulta para desterrar los mitos clásicos: “Si vas a terapia de pareja es para separarte”. En absoluto. Hay muchas parejas que consultan en medio de una crisis para aprender a transitarla, para comunicarse mejor y para salir fortalecidas. Casi como la técnica japonesa de recubrir de polvo de oro las grietas de un jarrón roto. El resultado es por lejos mejor al del original. Es cierto que no todas las parejas pueden hacerlo porque se necesita responsabilidad afectiva, hacerse cargo en primera persona de lo que no funciona y ser profundamente honestos. Eso nos deja afuera a quellas parejas en las que la intención es culpar al otro, manipular o extorsionar. Otra vez: eso es no negociable.

¿Y el amor cuánto dura?

¿Seis meses? ¿El tiempo del enamoramiento? ¿ Tres años? ¿El tiempo de los ajustes? ¿Existe el amor para toda la vida?

Y otra vez la dimensión de la temporalidad. Sin duda, la respuesta no es sencilla y tiene que ver con el tipo de amor que se construya y con el propósito que le da sentido a una vida y a esa relación. Lo que es claro es que la cantidad de años nunca definió un buen amor. Venimos de generaciones de “sacrificio” y de una “tolerancia perversa” del maltrato emocional en función de no romper contratos establecidos. Los tiempos cambiaron y vemos que las relaciones se acortan en sus tiempos, pero quizás nos debamos ser pesimistas. A la hora de pensar en una pareja las personas quieren vínculos de calidad. Las dependencias patológicas pueden dejarte atrapado por años en un vínculo que enferma, que limita y que estrecha la autonomía y el desarrollo personal. La buena noticia es que hoy tenemos buena divulgación para pedir ayuda y salir de relaciones abusivas.

 

☛ Título: Todos queremos un buen amor

☛ Autora: Patricia Faur

☛ Editorial: Editorial El Ateneo

☛ Primera edición: septiembre de 2025

☛ Páginas: 176

 

 

Desencadenantes de los movimientos estudiantiles

A fines de la década de 1960 se produjo un estallido estudiantil que abarcó Europa, Estados Unidos, América Latina y Asia. Fueron treinta y siete países. Solo África fue la excepción. Había habido un antecedente: 1848, pero fue un acontecimiento circunscripto a Francia, Alemania, Austria y algún otro país europeo. En cambio, el movimiento estudiantil de fines de los sesenta tuvo carácter mundial. Sin duda, los medios masivos de comunicación permitieron que los hechos tomaran dominio público y se propagaran. Desde un punto, hubo luego contagio y ramificación. 

El movimiento surgió en California. Esta región en el siglo XX fue una suerte de fuente de experimentación. Específicamente en el año 1964, el lugar desde el cual emanaron los primeros efectos fue la Universidad de Berkeley. Al año siguiente el foco pasó a Berlín. Y más tardíamente, en el 68, a París, donde alcanzó su máxima expresión. Pero también tuvo repercusiones importantes en Japón, España, México y la Argentina. 

Los desencadenantes no fueron los mismos en todos lados. En Estados Unidos hubo dos causas precisas: el rechazo de la juventud de ir a la guerra de Vietnam y el conflicto con la raza negra. Sin embargo, podemos descubrir continuidades, causas que se dieron en casi todos los países. Ya mencionamos una: el contagio que provocaron los medios de comunicación. Una segunda causa crucial fue la explosión demográfica juvenil. En el año 1945 se dio un fenómeno llamado baby boom, que consistió en una notable alza de la natalidad luego de los años de la guerra. Ello, aunado a un auge del capitalismo y un entusiasmo en el futuro –eso que se nombró como los años dorados–, provocó un gran aumento de la natalidad. En 1965 todos esos niños nacidos después de la Segunda Guerra tenían 20 años y por primera vez el número de jóvenes equiparó al número de adultos. A esto se añadió el auge universitario: todo el mundo quería estudiar, y en los años sesenta en Estados Unidos había más de diez millones de estudiantes. 

Un tercer factor fue el protagonismo que adquirió el saber técnico. Antes de la guerra todo aquel que accedía a un título universitario sabía que tenía asegurado un status y una estabilidad económica, esta premisa se quebró con la guerra, dado que empezaron a haber más graduados que puestos laborales y se dio algo así como un proletariado universitario y, peor aún, una desocupación diplomada. En medio de ese futuro incierto, sin ninguna garantía de estabilidad, se produjo una revalorización del saber técnico. En la posguerra hubo una revolución científica y tecnológica que marginó el trabajo manual y priorizó el trabajo intelectual. El investigador científico se volvió decisivo en el proceso de producción. La importancia de ser universitario ya no era por una cuestión de prestigio sino por la posibilidad de una inclusión concreta en el sistema capitalista. Todo este proceso contribuyó al apogeo del movimiento estudiantil. 

Un cuarto hecho fue lo cultural en términos de reivindicación. Hasta los años sesenta todos los estallidos sociales habían tenido como causa la situación económica. En este caso, lo económico jugó un papel menor. Pensemos que en Estados Unidos, por esos años, los pobres por primera vez eran una minoría. Además, los estudiantes eran privilegiados, de clase media o alta; fue una rebelión de los más acomodados. Más aún: la clase trabajadora no participó de estas revueltas juveniles. En Europa la clase obrera estaba con el Partido Comunista, que se mantuvo distante del movimiento estudiantil, al que se lo ubicaba a la izquierda del PC. No hubo porosidad entre esos dos mundos: los obreros les cerraban las puertas de las fábricas a los estudiantes para que no pudieran acceder. 

Las reivindicaciones estudiantiles no eran económicas. Abogaban por una sociedad autogestionada, dirigida por ellos mismos. Se sentían marginados del poder y querían tomar las riendas. Luchaban contra las jerarquías y la autoridad, luchaban a favor de la igualdad y la libertad. En un momento dado, los estudiantes franceses dominaban París, pero jamás se les ocurrió tomar la Bolsa de Comercio, sí se les ocurrió tomar La Sorbona y el Théâtre de l’Odéon: la problemática era cultural. 

Un quinto factor fue la crisis de autoridad de los adultos. Se dejó de creer en los padres, en los profesores y en las instituciones, por una debacle de los valores de la sociedad que habían reinado hasta la Segunda Guerra. Se pasó del autoritarismo predominante incluso en las sociedades democráticas a la ausencia de autoridad. Las autoridades políticas estaban ahí, se mantenían, pero sin ninguna legitimidad. Esta crisis catártica no aludía a una rebelión generacional, sino que era el emergente de un revulsivo social más amplio y la puesta en debate de todos los valores imperantes. 

Ustedes se preguntarán entonces cómo puede ser, si el movimiento estudiantil era el reflejo de cuestionamientos que estaban en toda la sociedad, que no haya tenido apoyos más amplios; concretamente, de la población adulta. Si tuvo un impacto tan grande fue porque contó con el apuntalamiento de los adultos, pero no de todos sino solo de los profesores, profesionales e intelectuales; en una palabra, los protagonistas de la revolución científica. Aun los círculos conservadores empezaron a mirar con un poco de simpatía la anomia, como una forma de alentar el cambio. Los obreros, como vimos, se mantuvieron alejados de estas revueltas.  

La sexta causa fue un triunfalismo un poco ingenuo. El éxito de algunas revoluciones como la Argelina o la Cubana, o la lucha por los derechos civiles de los negros, o la resistencia de los vietnamitas, jugaron un papel importante. Se daba una situación parecida al mito de David contra Goliat: el débil triunfa sobre el fuerte, Argelia sobre el imperialismo francés, Cuba sobre el imperialismo. La sensación de triunfo y una concepción voluntarista de la política, opuesta al realismo que había imperado desde Marx, se impusieron: la utopía era posible, para hacer una revolución bastaba con proponérselo, para alcanzar los objetivos era suficiente con salir a la calle. Este utopismo era posible gracias al total desconocimiento sobre cómo se habían gestado esas revoluciones. Como ya hemos visto, la Revolución Cubana no consistió en la narración idílica de campesinos derrotando al imperialismo yanqui sino en una revolución, con apoyos externos y de las clases medias y altas, contra un dictador que había perdido el aval de los Estados Unidos. Ni hablar de Vietnam, que fue la guerra entre dos potencias, porque la URSS jugaba por atrás, y con las corporaciones multinacionales presionando para que Estados Unidos terminara la guerra de una vez, así podían ir allá a hacer sus negocios, tal como ocurrió pocas semanas después de firmado el armisticio. 

Una gran paradoja de todo este movimiento fue que, pese a haber nacido en California, en todos los países donde tuvieron lugar las revueltas reinaba una atmósfera antinorteamericana. Estados Unidos era el enemigo de la humanidad. Sin embargo, si algún éxito tuvo todo este movimiento fue gracias a la contracultura californiana, los precursores fueron los adherentes a la cultura beatnik, que consistió en una posición literaria, artística, en ciertos gestos en torno a la bohemia, la droga, el trabajo, el ocio creativo y, luego, los hippies. Por lo tanto, el Mayo de 1968 no hubiera existido sin esos antecedentes norteamericanos. En Estados Unidos cuestionaban la vida burguesa, el trabajo, el consumismo y el estatus mucho antes que en Francia, y además lo hacían de un modo mucho más radical: los jóvenes franceses pedían modificar el sistema educativo; los norteamericanos hablaban, en cambio, de abandonar la escuela y la universidad y sustituirlas por otros tipos de conocimiento.
 

☛ Título: Revoluciones

☛ Autor: Juan José Sebreli

☛ Editorial: Sudamericana

☛ Primera edición: Diciembre de 2025

☛ Páginas: 288