Sabrina
Todo debía salir bien. Sin margen para el error. El fracaso (la muerte de Sabrina M.) sepultaría para siempre el Programa de Trasplante Cardíaco.
¿Se suponía que dependía de un milagro? ¿De la suerte? ¿De la idoneidad del grupo humano convocado y aglutinado bajo mi conducción? Más bien, con seguridad, de todos y cada uno de esos factores entremezclados.
El quirófano estaba listo. Una veintena de personas se movía frenéticamente haciendo sus tareas. Entonces, desde mi posición en la mesa de operaciones, al margen derecho del tórax ya abierto, con el organismo de la paciente conectado a la circulación extracorpórea, vi a Gerardo, uno de mis colegas, trasladando el corazón hasta la mesa quirúrgica. Lo llevaba en un recipiente con hielo. La instrumentadora me lo alcanzó y yo lo tomé en mis manos. Una sensación extraña inundó mi mente. En milésimas de segundos, repasé todos mis recursos técnicos y quirúrgicos. Había operado miles de corazones, pero nunca había sostenido un corazón frío, detenido, fláccido, extraído hacía unas pocas horas de un cuerpo muerto, con la ilusión de que volviera a latir para que otro cuerpo continuara viviendo. ¿Lo haría?
Lo deposité adentro del pecho de Sabrina, nuestra primera paciente. Ahora todo dependía de la habilidad y de la rapidez con las que suturáramos las estructuras, una con otra; y de que ese corazón que alguien había donado y que había estado detenido reviviera. Entre un punto y otro de nuestras suturas no debía escaparse ni una gota de sangre.
En ese momento no pensaba si era fácil o difícil, si estaba bien o mal que sacáramos el corazón de un cuerpo con muerte cerebral para ponerlo en el pecho de Sabrina. Tampoco pensaba si todo esto lo hacía por las niñas y los niños del hospital público, para que tuvieran acceso a semejante complejidad médico-terapéutica. O si lo hacía por mí, para demostrarme que podía y que la parálisis infantil que yo había sufrido no me detenía. Menos aún era momento de dilucidar si esto sería o no un milagro y, en definitiva, de serlo, si yo creía en ello. En nada de eso pensaba. Hacía.
Y hablaba en voz alta, como para darme seguridad:
—Aurícula con aurícula, ¿no?
—Sí, y esta es la aorta –me respondía Gerardo–. Encajan perfecto… Ahora hay que unirlas…
Colocamos el nuevo corazón de tal manera que la porción que iría hacia la profundidad del pecho, la de los bordes de la aurícula izquierda, coincidiera con la de los bordes de la misma aurícula que quedaban del corazón de Sabrina. Un esperado intruso, ajeno y desconocido, llamado a restaurar la circulación de la sangre por todas las células de su cuerpo.
En el quirófano había más de veinte personas, pero nadie hablaba. Se escuchaba el silencio.
Fue un domingo soleado de octubre de 2000. El Instituto Nacional Central Único Coordinador de Ablación e Implante –Incucai, la entidad estatal que administra la donación de órganos– nos había ofrecido una donante joven con muerte cerebral a causa de una hemorragia intracraneana masiva, producto de la ruptura de un aneurisma arterial. La chica se encontraba ahora en un sanatorio de la Capital.
Al mediodía, llamé a mi más cercano y querido colaborador, Gerardo Naiman. Le conté que ese tan deseado, y a la vez tan temido, llamado del Incucai por fin había ocurrido. Juntos convocamos a la cardióloga del equipo para reunirnos en la puerta de ese lugar dos horas más tarde. Terminamos de almorzar (yo casi no pude), dejé a mis hijas mayores y luego a mi mujer con nuestra hija menor en casa, y me dirigí a la cita. Gerardo, unos cuatro años mayor que yo, es un muy buen cirujano, pero, más que eso, un gran amigo. Hermano de la vida y la profesión. Colega y compinche con quien estábamos tratando de abrirnos y cimentar un camino propio dentro de una especialidad, la cirugía cardiovascular infantil, plagada de obstáculos, no solo por su gran complejidad, sino también por quienes la integraban y ocupaban los puestos de conducción. De una estricta honestidad intelectual y profesional, fue el compañero sin el cual no hubiera podido realizar muchos de mis proyectos.
Para que consolidara el proyecto de desarrollo del programa de trasplante elegimos a la cardióloga que hacía tiempo estudiaba las enfermedades del corazón que, sin otro tratamiento alternativo, llevarían a la necesidad de un trasplante en pacientes de corta edad. También ella, con el tiempo, fue ganando un lugar en mi consideración profesional y cariño personal.
Al ingresar al sanatorio, camino al área de Terapia Intensiva, debimos atravesar la sala de espera. Allí, sentados, estaban una pediatra del Garrahan, el hospital donde yo trabajaba, y su marido, un neurocirujano infantil prestigioso del otro hospital de niños, con quien nos conocíamos desde hacía muchos años. Se pusieron de pie y vinieron a nuestro encuentro. Nos saludamos. Me preguntaron si mi presencia tenía que ver con su sobrina, que había sufrido una hemorragia cerebral mientras se vestía para ir a su fiesta de graduación el sábado por la noche. El viernes se había recibido de psicóloga. Les dije que estábamos ahí para evaluar a un donante ofrecido por el Incucai. Que no sabíamos de quién se trataba.
*Autor de El corazón en la mano, editorial Sudamericana (Fragmento).