Miedo, fobias y ansiedades

Tapar el sol con un dedo

. Foto: CEDOC PERFIL

El miedo es una emoción básica, cuya función es prepararnos ante situaciones amenazantes para la supervivencia: todo el organismo se activa para llevar la energía hacia las partes del cuerpo que más la necesitan para luchar o huir.

Hay miedos racionales, aquellos que objetivamente pueden ser peligrosos para la supervivencia, por ejemplo: estar frente a un ladrón armado, cara a cara con un animal salvaje o que se dañen los frenos del automóvil cuando vas cuesta abajo. Y hay miedos irracionales, aquellos que objetivamente no producen un riesgo real y son desproporcionados, por ejemplo: el miedo a los fantasmas, a los espacios abiertos y las fobias en general. (…)

Ahora bien, las fobias pueden ser aprendidas o heredadas, es decir, enganchadas a nuestro banco genético desde hace cientos de miles de años porque les sirvió a nuestros ancestros para su supervivencia, pero quizá en nuestra época ya no tengan una razón de ser lógica. (…)

La mayoría de mis pacientes y también los de mis colegas suele preguntar en la consulta, refiriéndose a la pandemia por el nuevo coronavirus: “¿Cuándo se acabará esto?”. “¿Qué pasará con mi empleo?”. “¿Cuándo volveremos a la normalidad?”, y dudas por el estilo. Solemos responder que nadie sabe con certeza qué pasará, pero que la espera se hace más fácil si se aplican ciertas estrategias que más adelante comentaré. De todas maneras, el problema se agrava si un vocero de la Organización Mundial de la Salud (OMS) dice lo siguiente (lo sé con claridad, porque lo he oído y leído): “No hay que bajar la guardia, porque lo peor está por llegar”. ¿Lo peor? ¿Y qué es lo peor, doctor?. Más de uno interpreta que “lo peor” deberá ser algo muy parecido al fin del mundo. Aseveraciones de este tipo no solo generan miedo y ansiedad, sino incertidumbre de la peor, porque tenemos que dejar la esperanza a un lado. Si nuestros pacientes ya estaban angustiados por la situación, ahora esa angustia se multiplica por diez. Si lo que la OMS (u otro organismo) intenta con esto es alertar a la población para que tenga conductas proactivas, pues produce el efecto inverso en un grupo considerable de gente que siente desesperanza.

Mis padres me contaban que, cuando había bombardeos durante la guerra en Europa, corrían al refugio subterráneo y, una vez allí, la desesperación se apoderaba de una gran cantidad de personas. Incluso de hombres y mujeres valientes, que en momentos de desesperación se aferraban a san Genaro, patrono principal de Nápoles, y en sus lamentos decían: “¿Cuándo se acabará esto, cuándo?”. Una vez le pregunté a uno de mis tíos, que había estado de voluntario en el frente en Rusia, cuánto había durado la guerra, y sin dudarlo me dijo: “Cinco años, cuatro meses, ocho días, 14 horas y muchos, muchos minutos”. Lo tenía grabado con fuego en la memoria; independientemente de que haya sido justo así, esa era su experiencia subjetiva.

Crear falsas expectativas, así sean esperanzadoras, también afecta de manera negativa a las personas, pues aunque en apariencia mermen la incertidumbre, lo que hacen es cambiarla por decepción o indefensión.

Al comienzo de la Primera Guerra Mundial, los países creían que la conflagración duraría poco tiempo, semanas o tal vez meses, similar a las anteriores, no obstante duró poco más de cuatro años. Los pronósticos no habían tenido en cuenta que se utilizaría un nuevo armamento y eso

produjo más resistencia de ambas partes. En la Segunda Guerra Mundial, un número considerable de medios de comunicación y connotados políticos de distintos países no apostaban un peso a que Hitler se saliera con la suya, y lo descuidaron. Algo similar pasó en la Guerra de Vietnam, cuando se pensó que era imposible que ese pequeño país pudiera soportar un ataque de Estados Unidos y ganarle. Y lo mismo sucede en la actualidad: al comienzo de la pandemia de covid-19 no faltaron los que afirmaban a rajatabla que no era más que una simple gripe.

Lo que quiero mostrar con esto es que el catastrofismo es muy malo, pero el optimismo irracional no se queda atrás: primero tranquiliza y hace ilusionar, después llega el golpe de la realidad y lo que sigue es empezar de nuevo, pero con la carga del desengaño y el pesimismo. Justamente se altera la ilusión que nos mantiene de pie muchas veces ante la adversidad.

Un mecanismo de supervivencia poco adaptativo ante las situaciones difíciles es tapar el sol con un dedo o minimizar los hechos y actuar como si nada pasara. Un ejemplo de ello fue la dictadura argentina, que duró cinco años. Algunas personas optaban por no pensar en lo que estaba pasando y trataban de tener una vida lo más “normal” posible, por ejemplo, yendo al cine y distrayéndose. Pero no era tan fácil esquivar lo que estaba ocurriendo, porque siempre se hacía notar. Me pasó dos veces que, estando en el cine, de pronto se cortaba la película y se oía una voz castrense que ordenaba a los espectadores ponerse contra la pared y abrir las piernas para una revisión. A los que no tenían identificación se los llevaban. Luego seguía la función, como si nada hubiera pasado y, obviamente, muy pocos eran capaces de quedarse. Tampoco se podía evitar el susto y el estrés que se sentía al ver un Ford Falcon color verde, gris o azul metalizado andar despacio cerca de uno. Allí se movilizaba la “policía política” o, dicho de otra forma, era el automóvil oficial que utilizaban las fuerzas armadas en sus operativos. A quienes desarrollaban una estrategia de evasión como la del avestruz, lo cotidiano los sacaba del hoyo.

“¿Cuándo terminará definitivamente esta epidemia y no habrá más rastros?”. No lo sabemos. Y por eso se crea una ansiedad anticipatoria. Hay una necesidad vital por encontrar un fin definitivo, un borrón y cuenta nueva. No obstante, como verás a continuación, la incertidumbre puede gestionarse. Mientras tanto, seguirás luchando en busca de la supervivencia y de una vida digna.

*Más fuerte que la adversidad, editorial Planeta (fragmento).