Relatos

Un eficiente señor

El logo de Editorial Perfil Foto: Cedoc Perfil

El 3 de agosto de 1968, el dictador portugués Antonio de Oliveira Salazar se golpeó la cabeza en un accidente doméstico. Algunos dicen que fue porque se dejó caer sobre una silla de lona que no resistió. Otros, menos píos y más oportunistas, destacan el hecho de que se estaba por sentar para que lo atendiera su pedicuro, y calculó mal. En el cincuentenario de ese accidente, la Sociedad Portuguesa de Ortopedia y Traumatología lanzó una campaña para visibilizar sus actividades con el eslogan “No caigas en eso”. Lo cierto es que fue el comienzo del fin de una dictadura que se prolongó hasta la Revolución de los Claveles, y en la que Antonio Salazar fue la figura central por casi cuarenta años; la dictadura más longeva de Europa occidental, aunque quizá la menos espectacular, salvo para quienes la padecieron.

En numerosas fotografías, Salazar aparece como una figura gris y ominosa. No es uno de esos dictadores de rostro cruel, uniformes, o afecto a los balcones. Es un eficiente señor de traje que hizo su trabajo: combatir a los rojos y disciplinar a Portugal en nombre de Dios y la historia nacional.

Dos novelas retratan la manera insidiosa en la que Salazar extendió su poder en su país: Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, y Tren nocturno a Lisboa, de Pascal Mercier.

En Sostiene Pereira, la historia de un periodista del Lisboa, Tabucchi narra la construcción por goteo de una sociedad fascista, mezquina, egoísta y miserable. El protagonista se ve involucrado, a su pesar, en una red de resistencia a la dictadura, y en ese proceso encuentra cada vez más dificultades para convivir con ese mundo chato que descubre día a día. Cada capítulo es la revelación de las miserias con las que había aprendido a convivir, hasta que no las pudo aceptar más. Hasta que el doctor Cardoso, el médico que lo está tratando, le dice: “¿Sabe lo que le digo, señor Pereira?, si quiere usted ayudar a ese yo hegemónico que está asomando la cabeza, tal vez debería marcharse a otro sitio, abandonar este país, creo que tendría menos conflictos consigo mismo”. Recuerdo que al leerla me pregunté cómo habría sido ese proceso durante mi propia infancia, en mi caso en la Argentina de Videla.

Tren nocturno a Lisboa narra la historia de Raimund Gregorius, un erudito suizo que, debido a la visión de una mujer bajo la lluvia y el descubrimiento de un autor portugués, Amadeu do Prado, abandona súbitamente una clase de latín que estaba dando, deja su vida como era hasta entonces y toma el primer tren que sale a Lisboa. Allí investigará a ese ignoto filósofo que fue Do Prado, y se sumergirá en la historia de esa hermosa ciudad de la que no sabe nada. Conocerá a algunos personajes inolvidables, entre ellos Eça, el antiguo preso político que tiene las manos destrozadas por la tortura y con quien jugará largas partidas de ajedrez mientras escucha y aprende. Un hombre, dice Mercier, de quien Gregorius “percibió la increíble entereza” de alguien “a quien solo se podía vencer destruyéndolo físicamente”. Un hombre de una dignidad conmovedora, que le mostrará los muñones en que los torturadores convirtieron sus dedos como un gesto de confianza y amistad y como un mensaje para quienes leemos esa escena.

En ambas novelas hay vidas atravesadas por las decisiones de un dictador de buenas maneras y políticas despiadadas, que empezó a morirse, y ojalá haya tenido conciencia hasta el último de sus días de su decadencia. Dictaduras cuyas consecuencias llegan hasta el presente y que quizá se pueden reparar en otras vidas. Malditos sean los opresores, y vivan las historias como las de Pereira, Eça y Gregorius.

El 6 de agosto de 1903, Allan Ramsay murió en la isla Laurie, la mayor de las Orcadas, en el Antártico.

Era el jefe de máquinas del Scotia, el buque de la Expedición Antártica Escocesa. Sabía que estaba muy enfermo desde meses antes, pero decidió no decírselo a nadie. ¿Adónde volvería? ¿Cómo podía fallarles a sus compañeros? Y, al mismo tiempo, no quería perderse los espacios nevados que durante años había deseado conocer. Pero ese invierno que pasaron allí, atrapados por los hielos, tiene que haber sido terrible para él. Ramsay estaba tan enfermo que no pudo desembarcar al refugio precario que construyeron allí en la isla Laurie. Pasó los días en el barco, envuelto en frazadas y temblando de fiebre junto a la única estufa de la nave, mientras sus compañeros se desesperaban por no poder hacer nada.

Lo enterraron en una tumba que cavaron con dificultad en la tierra helada y que cubrieron con rocas.(…)

Leí en el diario las entradas correspondientes a la muerte de Ramsay y la descripción del entierro. Con algo de esfuerzo, se pueden escuchar el plañido de la gaita y el chillido de las gaviotas. El libro es una aburrida enumeración de presiones,temperaturas, velocidades del viento, escrita con una caligrafía apretada y muy regular. Pero el único lugar donde el cronista se aparta de esos registros es cuando describe la agonía y el entierro de su compañero de expedición.

*Autor de Antídotos contra la ansiedad, ediciones Godot (fragmento).