Elogio de la súplica
Los hombres hemos olvidado lo que es celebrar”, afirmaba Adorno con triste melancolía, pero –contra toda expectativa al respecto– la súplica nos enseña cómo volver a hacerlo. Así es: hemos olvidado la tan antigua y tan humana costumbre de suplicar. O peor aún: creemos que suplicar es un mero arrodillarse humillados en las heridas de la derrota, el último recurso cuando todo lo demás ha fallado, y creemos que lo seguirá haciendo y de manera irredimible. Pero la súplica no es eso, y no lo es en absoluto pues no nace de la desesperación: nace del asombro.
Así, y a pesar de lo que pudiera parecernos a primera vista, y algo de razón habría en ello, suplicar no es primariamente religioso, aunque pueda llegar a serlo. Es, antes que nada, una forma precisa de estar en el mundo. Una disposición ética radical que reconoce a algo, y en algo –y a alguien, y en alguien– como fundamento de todo, pero en una forma en la que ni la realidad ni los otros nos están disponibles de suyo. No son objetos al alcance irrestricto de nuestras veleidades, deseos y caprichos, mercancías en la vidriera de lo existente. Hay que convocarlos. Hay que solicitarles permiso para que nos franqueen el acceso a aquello más íntimo que son, a su propia esencia.
Lamentablemente, la técnica moderna nos ha convertido en quienes se creen amos, amos en un universo en el que todo debe responder a nuestro llamado sin demora alguna, tal cual respondería un esclavo, en el que todo debe obedecer automáticamente y sin pausa a nuestro clic. Heidegger lo vio con luminosa claridad al afirmar que el mundo se había convertido en existencias disponibles”, reservas de recursos esperando inermes a “ser explotados, pero lo cierto es que esta disponibilidad total destruye la súplica porque elimina la distancia, ese espacio sagrado donde habita el respeto.
También Emmanuel Lévinas comprendió, con su lucidez inédita y siempre expresada con poética profundidad, que el rostro del otro nos interpela desde una altura infinita, infinita no en cuanto lejana, sino en tanto que también indisponible si nos acercamos a él con la sola pretensión de poseerlo, dominarlo, reducirlo a categoría. El otro me excede, me desborda, me obliga a reconocer mi propia incompletitud, y en ese escenario extremo suplicar es aceptar esa asimetría sin resentimiento. Pero, es más, incluso mucho más que esa aceptación de la asimetría: es celebrarla.
Y esto es así, o tal vez podría serlo, porque, en verdad, la súplica, cuando se la entiende con intensidad, es petición agradecida, es hasta celebratoria, es cuanto corresponde hacer –y debiera hacerse– cuando uno está dispuesto a reconocer el carácter tanto maravilloso como festivo y gratuito del don que suponen el mundo y los demás, y precisamente por eso no pedimos desde la carencia amarga, sino desde el reconocimiento gozoso de nuestra íntima necesidad de ser completados, de ser realizados plenamente por aquello que nos trasciende, aquello que es el yo en su mejor versión, aquella a la que nos invita el encuentro sin velo con la alteridad.
Sin embargo, no es lo que acontece en la sociedad contemporánea de la absoluta e irresistible transparencia, que pretende eliminarlo todo: misterio, opacidad, distancia, alteridad, y todo ello porque no hay ya nada que deseemos más, y más compulsivamente, que acceso inmediato, información total y control absoluto. Pero esta sed de transparencia destruye por completo la posibilidad del encuentro genuino. Solo lo que permanece parcialmente en sombras puede ser verdaderamente deseado, verdaderamente respetado.
Quizás haya llegado al fin el momento de recuperar con humildad ese gesto antiguo: extender las manos vacías. No como mendicantes, sino como celebrantes de lo que gratuitamente nos es dado, pues suplicar es, finalmente, el modo más humano de decir: te reconozco como regalo, no como recurso. Te veo, te respeto y, solo si quieres, te espero.
*Profesor de Ética de la comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.
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