La delegación invisible
Con la cuenta Premium de ChatGPT se puede crear un “agente” que tome decisiones y actúe en nombre de su creador. Llevan su agenda, chatean, buscan información, arman presupuestos, resuelven solos. Cómo cambiará nuestra relación con el mundo.
No salió en la tapa de ningún diario ni generó tanta histeria en redes. Pero desde hace unos días, cualquiera con una cuenta Plus o Premium de ChatGPT puede configurar un agente que actúe en su nombre. Y no es una metáfora... es literal.
No se trata de asistentes que responden consultas, sino de estructuras diseñadas para ejecutar procesos sin supervisión constante. Agentes capaces de buscar información, armar un presupuesto, resolver una agenda, chatear con un proveedor o comparar productos, todo siguiendo criterios definidos por quien los crea. No hace falta saber programar ni tener un perfil técnico. Alcanzan un par de instrucciones bien escritas, una idea básica de lo que se quiere tercerizar, y la plataforma se encarga del resto.
El gesto, en principio, parece práctico. Una solución más dentro del ecosistema de IA y automatización que la cultura digital ya naturalizó. Pero algo cambia cuando lo que se delega no es solo una tarea puntual, sino una forma de estar, una manera de procesar, una secuencia que antes pasaba por nosotros y ahora se resuelve sin que tengamos que involucrarnos del todo. Porque ahí en esa cesión parcial de agencia aparece algo más profundo que la tecnología en sí.
“La tecnología es el gran escultor invisible de nuestras vidas”
La herramienta no impone nada, se ofrece. Se presenta como opción, como posibilidad, como mejora. Y justamente por eso funciona. Porque llega en un momento donde la fatiga es estructural, la demanda de atención constante se volvió norma, y el tiempo empezó a organizarse con criterios de eficiencia. El agente no resuelve lo imposible, pero sí lo tedioso. No responde lo que no sabemos, sino lo que no queremos escribir. No nos reemplaza, pero nos libera de tener que estar todo el tiempo en modo operativo.
Una vez configurado, el agente hace lo suyo. Opera con nuestra voz, nuestras decisiones preestablecidas, nuestros hábitos de respuesta. No necesita monitoreo constante. No pregunta cada detalle. Y si bien esto puede leerse como un paso lógico dentro del desarrollo de la inteligencia artificial, lo interesante no es lo que la herramienta puede hacer, sino lo que nosotros dejamos de hacer cuando la usamos.
Es fácil entender por qué esto seduce. Vivimos entre notificaciones, calendarios, chats, mails, formularios, pendientes que se actualizan más rápido de lo que se resuelven. Entonces, delegar no se percibe como entrega, sino como alivio. Y cuando ese alivio se vuelve hábito, también empieza a configurar una nueva relación con nuestra voluntad. No renunciamos a decidir, pero vamos soltando partes del proceso. Lo importante es que el resultado llegue. No tanto si fuimos nosotros quienes lo provocamos.
A simple vista, puede parecer que solo estamos optimizando tiempo. En realidad, lo que se transforma es la forma de vincularnos con el mundo: ya no tanto desde la acción directa, sino desde una representación automatizada que resuelve por nosotros. Como si cada decisión se volviera un flujo que puede ser parametrizado, empaquetado, puesto a funcionar sin presencia humana sostenida. No porque la presencia no sea posible, sino porque empieza a parecer innecesaria.
Lo complejo no está en el desarrollo técnico. Está en la sensibilidad que lo aloja. Una época que prefiere conversar menos y resolver más, que prioriza lo funcional aunque eso implique borrar matices, que busca simplificar lo que antes era parte del tejido cotidiano de estar en el mundo. En ese contexto, los agentes no aparecen como amenaza, sino como síntoma. No como invasores, sino como parte del sistema inmunológico que nos permite sobrevivir sin desgastarnos tanto.
Y ese es el giro que más interpela. Porque no hay épica, ni ruptura, ni conflicto. Solo hay una progresión silenciosa, casi lógica, donde cada vez más acciones que antes pasaban por nuestra cabeza, por nuestro tiempo y por nuestras manos, se transfieren a una estructura entrenada para actuar en nuestro nombre.
Mientras tanto, seguimos adelante. Más livianos, más ágiles, más disponibles. Sin tener que responder todo, ni pensar cada mensaje, ni explicar cada elección. Lo que no está claro todavía es cuánto de lo que soltamos era carga... y cuánto era el tejido que nos mantenía presentes.
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