La rebelión de Milei
Cuánto ha cambiado en tan poco tiempo.” Con estas palabras el presidente Milei daba inicio, el 23 de enero de 2015, a su segundo discurso en Davos, donde se plantó ante los poderosos del mundo para decirles que estaban haciendo todo mal, dejándose engañar por un conjunto de valores e ideas erróneas que podían resumirse bajo el rótulo de ‘wokismo’. Ese Milei de siete meses atrás (cuánto ha cambiado, en efecto) parece pertenecer no ya a otra época sino a otro mundo, aunque la contundente respuesta que le dio buena parte de nuestra sociedad en las marchas de aquel 1° de febrero anticipó, de muchas maneras, la paliza de las urnas de este pasado domingo. En medio de la indignación que suscitaron sus dichos misóginos y homofóbicos de entonces, no es sorprendente que haya pasado desapercibido un intento de síntesis que propuso para ayudar a los líderes mundiales a vislumbrar el abismo al que se dirigían y del cual él y algunos compañeros de ruta (mencionó, en su discurso, a Elon Musk, Giorgia Meloni, Nayib Bukele, Viktor Orbán, Benjamín Netanyahu y Donald Trump) estaban abocados a salvarnos: “Hablo del mundo que describe Ayn Rand en La rebelión de Atlas, que lamentablemente se ha materializado”.
¿Quién es Ayn Rand? ¿Qué mundo describe su novela, y en qué se parece al que nos han infligido, según Milei, el estado de Bienestar, el wokismo y otros males condignos? Alisa Zinóvievna Rosenbaum (su nombre originario) nació en Rusia en 1905, y emigró junto a su familia a los Estados Unidos en 1926, tras haber vivido muchos de los rigores que la Revolución bolchevique destinaba a familias burguesas como la suya (la farmacia de su padre fue expropiada, ella misma fue expulsada por un tiempo de la universidad). Nacionalizada estadounidense en 1931, se dedicó a escribir novelas y tratados que promovían su visión del mundo, resumida en la filosofía que denominó “Objetivismo”. Murray Rothbard, el economista de la Escuela Austríaca cuya monografía sobre los monopolios encendió en Javier Milei, según sus propios dichos, la epifanía originaria que le marcó para siempre el rumbo (y al cual homenajeó bautizando con su nombre a uno de sus perros clonados) definió a La rebelión de Atlas como “la novela más grande de todos los tiempos” –aunque la relación terminaría rompiéndose, no tanto por diferencias ideológicas, sino por tendencia de la autora a adoptar maneras de pitonisa o profeta y crear en torno suyo algo más parecido a una secta que a una escuela de filosofía y pensamiento económico. Otro discípulo y colaborador de Ayn Rand, miembro de su círculo íntimo, fue Alan Greenspan, uno de los principales responsables de la crisis financiera de 2008. Y otra de las novelas de Rand, El manantial, es una de las tres favoritas de Donald Trump (ignoro cuáles son las otras dos).
Su Atlas es, desde ya, el titán que en la mitología griega sostenía el mundo sobre sus hombros; el título original, Atlas Shrugged, “Atlas se encogió de hombros”, sugiere que este gesto de indiferencia o suficiencia haría temblar al planeta. Los Atlas que sostienen al mundo de su novela son, casi exclusivamente, los empresarios, los capitalistas y los industriales, siempre y cuando trabajen pura y exclusivamente en beneficio propio, sin atender a ningún principio de bien común o responsabilidad social, valores considerados aberrantes y hasta malignos por la autora y su séquito. El héroe de la novela, el mítico John Galt, lidera una huelga de emprendedores (todos varones, excepto Dagny Taggart, la heroína, que hace las veces de Pitufina de este mundo de machos productivos), una suerte de radicalizado lockout patronal donde los dueños de los medios de producción no sólo dejan de trabajar temporariamente, sino que sabotean sus propias instalaciones para frustrar a los estatizadores y colectivistas que quieran expropiarlas o nacionalizarlas, y luego desaparecen sin dejar rastro, para que el mundo vea cómo todo se viene abajo sin ellos. Y así sucede. Dagny, cuya tarea es manejar la empresa ferroviaria de la familia, termina descubriendo que todos han sido convencidos por Galt de retirarse a un valle de Montana bautizado Galt’s Gulch, donde libres de todo control estatal pueden vivir vidas productivas y felices (una suerte de reverso positivo del refugio de ricos imaginado por Scott Fitzgerald en El diamante más grande que el Ritz, también situado en Montana, igualmente invisible a los aviones). Nuestro país también participa de la rebelión, de la mano del hombre más rico del mundo, un argentino que responde al peregrino nombre de Francisco d’Anconia. El resto del mundo ha sido tomado por Estados colectivistas o comunistas (nosotros resistimos bastante bien, recién caemos en la página 792), y sólo en los Estados Unidos se mantiene la propiedad privada y la libre empresa, pero están a punto de desaparecer por la insistencia de los políticos y muchos empresarios en los valores de la “solidaridad” y el “bien común”– los peores traidores, en la visión de la novela.
Ésta fue y sigue siendo enormemente popular entre los defensores irrestrictos del libre mercado, especialmente entre empresarios y emprendedores, cuyos egos halaga asegurándoles que son los únicos pilares de la sociedad y que tienen toda la razón en sentirse agraviados: los que los juzgan, critican y obstaculizan son, fundamentalmente, unos ingratos, y se merecen todo lo que les sucede cuando los Atlas se cansan de sostener el mundo y lo echan a rodar cuesta abajo. Utilitarismo y meritocracia son las dos piernas del gigante, y no hay derechos humanos fundamentales: todo hay que ganárselo (lo que destruye a los Estados Unidos, vale la pena aclarar, no es ninguna forma de comunismo sino estado de Bienestar keynesiano, y la traición de los empresarios que abrazan o se someten a sus preceptos).
Algo que llama poderosamente la atención en la novela de Rand es el abrumador peso moral que carga sobre los sufridos hombros de su Atlas: su visión del liberalismo es la única base moral de la conducta, y las basadas en otros principios (las emociones, la religión, el altruismo, el bien común, la justicia social) no solo están erradas, o son contraproducentes: son lisa y llanamente malignas. Estos valores se juzgan no en términos económicos o políticos, sino morales y aun teológicos: son la encarnación del Mal.
Y además son feos. El capitalismo, hemos escuchado más de una vez en boca de nuestro actual presidente, no sólo es prácticamente y éticamente superior, sino estéticamente superior al socialismo. Rand aplica este principio a los rasgos físicos de sus personajes: sus héroes capitalistas son bellos, musculosos, saludables; los políticos y los empresarios prebendarios son fláccidos, paliduchos y degenerados. Lo que no deja de ser paradójico: si bien Rand dedicó su vida a negar puntillosamente uno por uno, cada uno de los valores del sistema soviético, sus héroes capitalistas parecen calcados de la iconografía de los héroes proletarios del realismo socialista.
Al final de la novela, una vez que la huelga de empresarios capitalistas ha tenido éxito y el mundo comprende que les debe todo, John Galt, profeta y héroe del nuevo orden, traza en el aire el signo del dólar.
Leer La rebelión de Atlas es muy instructivo: prácticamente todas las ideas de nuestro actual presidente están representadas en ella; el mundo que la novela reprueba es su distopía y el que propone su utopía. Ojo, no la estoy recomendando: atravesar sus casi mil cien páginas ha sido una de las tareas más ímprobas de mi habitualmente feliz vida de lector; como en algunas pesadillas en las que uno corre y corre y está siempre en el mismo lugar. Si algún día se me reconocen los servicios prestados a la Patria, solicito amablemente que éste encabece la lista.
En mi Facundo o Martín Fierro. Los libros que inventaron la Argentina exploro la posibilidad de que algunos libros hayan podido influir o dar forma al curso de nuestras vidas y nuestra historia; que el arte, lejos de reflejar la realidad, la produce, y me pregunto cómo habrán contribuido a forjar nuestra identidad, nuestra política, nuestras instituciones, libros tan disímiles como el Facundo, el Martín Fierro, Los siete locos o Adán Buenosayres. Estos, y casi todos los que trato, tienen dos características que los distinguen de La rebelión de Atlas: la primera es que son casi todos argentinos, la segunda es que son casi todos buenos. No debería sorprendernos que Javier Milei haya elegido una novela estadounidense como libro de cabecera (desde ya que está en su derecho, el problema es que la eligió no sólo para él, sino para todos nosotros); tampoco que se trate de una novela tan pueril, esquemática, engolada, pagada de sí y tediosa: la ausencia de cualquier referencia a otra obra literaria en sus discursos hace sospechar que puede ser la única que haya leído.
La conclusión parece inevitable: buena parte de los males que venimos sufriendo pueden deberse a que estamos atrapados, como en una pesadilla, en una mala novela.
*Escritor.
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