Moros y Cristianos unidos en la memoria mediterránea
La localidad de Castelló de Rugat viaja al Medioevo para una celebración única, Moros y Cristianos. En esta fiesta popular “la media luna y la cruz no se chocan; se buscan”, dice la autora. Vestuario, música y símbolos dramatizan un encuentro cultural deslumbrante, el abrazo de católicos y musulmanes más allá del mar.
Cuando desfilan los Moros y Cristianos no es la historia la que regresa, sino la memoria de un Mediterráneo que nunca dejó de ser frontera y puente. La media luna y la cruz no se chocan: se buscan. En un mismo compás conviven el paso marcial y el balanceo tribal; detrás de cada estandarte late un archivo vivo de símbolos que la fiesta reactiva con la contundencia de un ritual colectivo.
En Castelló de Rugat, como en muchas localidades valencianas, la fiesta no “reproduce” una batalla medieval; la dramatiza. La calle se vuelve teatro móvil: suenan metales, retumba la percusión y los trajes —auténticas esculturas textiles— narran lo que los libros no alcanzan a decir. Un caballo que se inclina hasta el suelo rinde pleitesía; un tocado con cobra emerge como cita al Egipto mameluco; collares de conchas y cuentas evocan rutas caravaneras entre el Magreb y el Sahel. Nada es decorativo: todo es signo.
Moros y cristianos. Un caballo rinde pleitesía; un tocado decorado con cobra emerge como cita al Egipto mameluco
La clave, entonces, es leer. Leer las capas, los colores, las materias.
Los escuadrones “moros” exhiben una gramática africana inmediata: pieles con estampas felinas, cuernos, marabúes, plumas, cuentas y amuletos que remiten a cosmologías donde la protección se trenza con la belleza. Esos collares de conchas —cauríes o sus evocaciones— fueron moneda, talismán y marca de estatus en África occidental; su presencia en los pectorales de desfile vincula al personaje con un imaginario sahariano-beréber de caravanas, oasis y pactos tribales.
La policromía rojo/verde/negro que vemos en caras y pecheras dialoga con el cromatismo pan-africano moderno, pero su fuerza ritual antecede a cualquier bandera: es guerra y es rito.
A pocos metros, una comparsa cristiana responde desde otra semiótica: placas heráldicas, mallas metálicas, cuero curtido, cruces latinas o patadas que citan órdenes militares. Sin embargo, la cristiandad que desfila no es de porcelana. Las armaduras pesan, las botas se gastan, los estandartes se tiznan de pólvora. Y allí aparece uno de los gestos más reveladores de esta edición: las guerreras templarias con el rostro atravesado por una máscara roja y negra, salpicada de manchas felinas.
Esa pintura desromantiza el tópico “blanco y puro” y recupera la condición histórica del templario: monje-soldado, penitente y violento, mitad plegaria y mitad acero. El maquillaje no es un ornamento; es teología encarnada en forma de guerra.
El Santo Sudario enfrenta a la ciencia con la ciencia
Las mujeres son, de hecho, el gran punto de inflexión del relato. En Rugat no solo acompañan: combaten. Blanden lanzas y espadas, marchan en primera línea y portan trajes de una factura que amalgama cuero, pieles, bordados, metal y pluma. No representan “lo exótico” ni “lo femenino” como adorno: reescriben el guión desde el cuerpo. Sus armaduras con motivos cruzados, sus faldas con piel y sus brazaletes de remaches proponen un medievalismo crítico: ese medioevo que solemos imaginar masculino se vuelve plural, coral y —sobre todo— contemporáneo.
También es contemporáneo el modo en que la fiesta mezcla temporalidades. Un flotado con media luna calada de geometrías islámicas aparece detrás de un bloc cristiano de heráldica castellana; un grupo mora de verdes intensos y dorados —con turbantes trabajados, caftanes y capas brocadas— convive, en el mismo plano, con un escuadrón de “bárbaros” azules de estética tribal.
Fiesta valenciana de moros y cristianos. Rescata el pasado medieval pero es un diálogo de culturas y temporalidades.
Sin embargo, no hay contradicción: el Mediterráneo histórico fue exactamente eso, un collage. Ciudades portuarias, lenguas en capas, música que viaja con los mercaderes, leyes que se friccionan y se traducen. La fiesta no embellece ese conflicto: lo coreografía.
El caballo —actor recurrente— añade otra página al libro. El animal que se arrodilla o se encabrita es señal de dominio técnico, sí, pero también de soberanía simbólica: poder, obediencia, victoria. En el mundo islámico medieval y en la cristiandad peninsular, el caballo fue herramienta bélica y signo de rango. Verlo inclinarse ante una escuadra o cruzar la calle en alzada es contemplar un juramento mudo.
La presencia africana no se agota en pieles, conchas y máscaras. Está en la rítmica —esos golpes de percusión grave que parecen venir de un tam-tam transhumante—, en la coreografía que ondula más que marcha, en los colores que aceptan el polvo y el sudor. Está, sobre todo, en la idea de frontera móvil: las rutas transaharianas, los puertos andalusíes, los pactos de mercado y la diplomacia entre taifas y reinos cristianos. África no es un “otro” exótico que visita el desfile: es una de sus genealogías.
Moros y cristianos. "No se trata de “corregir” el pasado, sino de ponerlo en escena con la complejidad que merece"
¿Y la infancia? En la retaguardia, niños y niñas replican en miniatura tocados, armas, pasos. Es un detalle fácil de pasar por alto y sin embargo crucial: la fiesta transmite un repertorio. No impone una lectura única; entrega un alfabeto de gestos, ritmos y signos para que otra generación vuelva a escribirlo. En ese sentido, Moros y Cristianos es una tecnología de memoria: enseña a recordar juntos, aun cuando lo recordado sea conflictivo.
Desde el punto de vista material, los trajes de esta edición destacan por su hibridación de técnicas. Bordado meticuloso, apliques metálicos, marquetería en cuero, tallas de resina que emulan marfil o hueso, pieles sintéticas de alto rendimiento, plumas trabajadas en ramillete, perlas y cuentas de gran tamaño para lectura a distancia. Cada pieza está pensada como objeto escénico: debe resistir horas de marcha, decir desde diez metros y sostener el detalle cuando la cámara se acerca. La estética “limpia” de la foto institucional convive con otra más cruda, táctil, que tus imágenes capturan: brillos mezclados con polvo, maquillaje que chorrea apenas, sandalias curtidas, callos visibles. Ahí está el corazón de la fiesta: no en lo perfecto, sino en lo vivo.
Si ampliamos el foco, el desfile propone una tesis sencilla y profunda: la identidad mediterránea nunca fue pura. La cruz y la media luna, el turban y el yelmo, la lanza y la cimitarra, el tambor y la dulzaina: todo se cruzó, se copió, se prohibió y se volvió a usar. Por eso este teatro popular no es un anacronismo; es una máquina contemporánea para pensar pertenencias.
Hoy que el discurso público vuelve a tentarse con fronteras esenciales, moros y cristianos recuerda que Europa y África, cristianos y musulmanes, “nosotros” y “ellos” ya se habían encontrado mil veces —en comercio, en guerra, en alianza, en mestizaje— antes de que quisiéramos ordenarlo en manuales escolares.
La fiesta, entonces, no conmemora una victoria unilateral, sino la persistencia del vínculo. En el estruendo de la pólvora y la música se filtra otra cosa: el aprendizaje de caminar juntos aun cuando venimos de relatos diferentes. En la cara pintada de la templaria, en la piel moteada del moro africano, en el caballo que se dobla y en la media luna recortada sobre un cielo de leds hay un mensaje de fondo: lo compartido es más antiguo que el conflicto.
No se trata de “corregir” el pasado, sino de ponerlo en escena con la complejidad que merece. Por eso, cuando cae la noche y el último estandarte gira la esquina, uno entiende que las fiestas de Moros y Cristianos no son nostalgia ni postal: son memoria en presente. Una memoria que nos recuerda —con música, con pólvora, con pluma y metal— que este Mediterráneo fue y sigue siendo frontera y puente a la vez.
*Lic. en Estudios Orientales (USAL), Doctor Honoris Causa en Islam (CERIC). Docente e investigadora especializada en cultura halal, ética islámica y turismo consciente. Autora de "Halal Consciente: Fe, más allá de lo permitido".
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