Costica Bradatan:“Un régimen que niega su posibilidad de fallar termina inevitablemente volviéndose más frágil”
Filósofo rumano radicado en Estados Unidos, profesor de Humanidades en el Honors College de la Texas Tech University, su trabajo se sitúa en el cruce entre filosofía política, ética, literatura y reflexión existencial, con una atención persistente a la fragilidad humana, el fracaso, la muerte y los límites de la democracia. A lo largo de la entrevista, recorre la precariedad de la civilización como una máscara siempre a punto de resquebrajarse, la vulnerabilidad estructural de las democracias frente a los actores malintencionados, la pulsión humana por el poder y el modo en que las redes sociales intensifican esas tensiones. Desde una mirada crítica sobre el perfeccionismo político y una defensa de la educación como disciplina interior, dialoga con su libro “Elogio del fracaso”, en el que propone pensar el fracaso no como anomalía, sino como una condición central de la experiencia humana y de la vida en común. Agregó: “El populismo es, en su raíz, un problema religioso” y “la democracia es para los dioses. No debería sorprendernos que los humanos no puedan sostenerlo”.
—En su libro “Elogio del fracaso” usted organiza el fracaso en “cuatro anillos”, físico, político, social y biológico, y los vincula con Weil, Gandhi, Cioran y Mishima. ¿Por qué esos personajes y qué ilumina cada uno sobre los límites de la condición humana?
—Primero, tengo que explicar algo sobre por qué elegí ese método de escritura porque no es un libro normal, en el sentido de que mezcla filosofía, prosa filosófica, con narración. Por eso tengo a esas personas ahí. Pensé que les debía algo a los lectores, quería entablar una relación de cercanía con ellos. Es un libro sobre un tema duro, difícil, pesado: fracaso, muerte, suicidio, disolución de sociedades, y así sucesivamente. Y pensé que necesitaba algún tipo de gesto, algún tipo de captatio benevolentiae para acercar a los lectores. Y para eso, utilizo la narración. Después de la prosa filosófica, tengo una segunda capa de narración, en la que me involucro con las vidas de esas personas. En cada capítulo, hay un personaje cuya misión es ilustrar, pero no solo ilustrar, también encarnar, dar vida a las ideas de las que trata el capítulo. Por supuesto, inicialmente, había muchos candidatos realmente excelentes para estar en el libro. Pero eventualmente, terminé con cuatro, por varias razones. Una, por ejemplo, fue que me sentía lo suficientemente cómodo trabajando con ellos. Sabía, por ejemplo, bastante sobre Cioran, el filósofo rumano, que aparece en el tercer capítulo. Pero luego, algunos otros están ahí precisamente porque no sabía lo suficiente sobre ellos, y quería saber. Así que ese proyecto me dio la excusa para ir a Japón y aprender más sobre Mishima, me dio la excusa de ir a la India, pasar dos veranos allí y aprender sobre Gandhi. Las razones fueron varias, pero también, creo, espero, que encajen en su lugar. Simone Weil en el primer capítulo, Gandhi en el segundo, y así sucesivamente.
“El fracaso puede ser una bendición, porque nos da la oportunidad de entender mejor quiénes somos.”
—Usted señala que el fracaso permite ver “las grietas” de la existencia. ¿Qué tipo de lucidez emerge en esos intersticios donde la realidad se vuelve inestable?
—Primero, quizás tengo que explicar la posición, el punto de partida del libro, que es el de una persona secular. No tengo formación teológica, no soy un hombre de fe, no soy una persona religiosa. Respeto la religión y es muy importante, como puedes notar en el libro. Pero la posición o el ángulo desde el cual miro varias cosas es uno secular, es la posición de una persona neutral, que no ha sido visitada por la gracia. La gracia es algo extraordinario que puede o no sucedernos. Es una posición donde estamos rodeados de la nada, venimos de la nada y allí regresamos. Y esa es la condición ontológica primordial del ser humano, viniendo de la nada y regresando allí. Si tienes fe, qué suerte la tuya. Si no la tienes, debes entender, debes comprender la situación en la que te encuentras, que es esta condición precaria, soledad, fracaso, y así sucesivamente. Y para volver a tu pregunta, cuando fallamos, cuando experimentamos el fracaso, cuando tenemos el fracaso cerca, tenemos ese destello, como una breve iluminación que nos dice algo sobre el panorama más amplio, sobre precisamente ese trasfondo de la nada de la que venimos y a la que regresamos. En ese sentido, el fracaso puede ser una bendición, porque nos da esta oportunidad de entender mejor quiénes somos y qué es en última instancia la verdad de la condición humana.
—¿Es posible traducir esta iluminación que encuentras en los fracasos de personas, en cierto sentido, a las sociedades cuando las sociedades tienen una gran grieta?
—Sí, exactamente. Por eso tengo un capítulo sobre el fracaso político en diferentes formas. Es una especie de resumen, y es un capítulo, en general, pesimista. Algunas personas que lo leyeron estaban particularmente preocupadas por el capítulo, porque no hay ningún mensaje positivo. Puede que obtengas algún mensaje positivo del primer capítulo sobre la humildad y aprender a vivir mejor con el fracaso, etcétera. Pero el fracaso político lleva a esa lectura que propongo que no conduce a ninguna parte. Es una especie de revisión de algunos de los grandes proyectos políticos, la democracia misma, que es maravillosa y también es precaria. Es excepcional, es un estado de gracia que la mayoría de las veces no tenemos. Tenemos que merecerlo, tenemos que ganarlo. Ocurre raramente y es muy difícil de sostener, como todos sabemos, y se está volviendo claro cada día. Examino algunos momentos como la Revolución Francesa, la Revolución Bolchevique. Tengo una visión general del nazismo y otros proyectos, el populismo, o la Rusia de Stalin, etcétera, miro diferentes proyectos desde distintos ángulos y ahí es donde introduzco como una especie de guía, o guía negativa, a Gandhi. Gandhi fue un político, le gustara o no, pero lo más importante desde mi punto de vista es que fue el iniciador de la utopía. Él escribió esa utopía. Es un libro que escribió a principios del siglo XIX, mucho antes de convertirse en un político indio. Todavía estaba en Sudáfrica y fue allí donde escribió el Hind Swaraj. Lo escribió en un par de semanas mientras navegaba de regreso de Inglaterra a Sudáfrica en una especie de trance, una visión, en un estado de iluminación. Es un libro loco, muy interesante si quieres saber sobre Gandhi y sus futuros proyectos políticos, pero es un libro imposible y deberíamos mantenernos alejados. Para él, por ejemplo, hay tres grandes males en la India. No solo los británicos, la civilización occidental trajo a la India los trenes, los ferrocarriles, los médicos y los abogados. Eso fue para él el clímax del mal, los trenes, los abogados y los médicos, con medicinas y demás.
“En la tradición judeocristiana, la historia humana comienza con una caída, con un fracaso.”
—Cuando usted afirma que podemos prescindir del éxito, pero no de la aceptación de nuestra imperfección y precariedad, sugiere que el fracaso es menos un accidente que una condición estructural de la existencia. ¿Qué tipo de vida, moral, espiritual, incluso narrativa, se vuelve posible cuando dejamos de concebir el fracaso como anomalía y comenzamos a verlo como la forma misma en que la vida se expresa?
—Es un poco contraintuitivo en el sentido de que estoy abogando por un enfoque de la vida y el vivir donde comienzas desde un punto muy bajo. Comienzas con las cosas malas, con las malas noticias. Pero si lo colocamos dentro de un contexto más amplio, no hay nada inusual allí. Algunas de las principales religiones comienzan desde ese punto bajo, desde ese punto cero de existencia. Lo primero que descubres en el budismo, por ejemplo, son las cuatro nobles verdades del budismo. La primera es que la vida es sufrimiento. Vivir es sufrir. Eso es tan pesimista como se puede ser. En el cristianismo, en la tradición judeocristiana, la historia humana comienza con una caída, con un fracaso. Comienzas desde cero y luego gradualmente, creces, avanzas, aprendes. Aprendes cómo vivir, cómo ser tú mismo. No comienzas desde el punto opuesto, porque eso no sería más que arrogancia. Eso sería un error, prácticamente hablando, un punto de partida equivocado, porque te hace arrogante. Te hace estar desprevenido. Te hace imprudente. Esta sabiduría existe en las grandes religiones, y los filósofos deberían aprender de eso, que no te preocupes por la negatividad del mensaje. Hay algo importante allí.
NARRACIÓN, SENTIDO COLECTIVO Y CRISIS CONTEMPORÁNEA.
“El populismo, de manera significativa, es un problema teológico. No es solo una cuestión de política o asuntos sociales. El populismo es, en su raíz, un problema religioso”. (FOTO JUAN OBREGON)
—Al presentar la muerte biológica como el fracaso definitivo, parece insinuar que solo en ese límite la vida expone su verdad más cruda. ¿Qué comprensión se desprende de ese borde último?
—La más importante. El libro tiene esta progresión que va desde el círculo más amplio y remoto del fracaso, que es el fracaso físico, de los objetos, de algún motor o herramienta que falla, que se estropea cerca de nosotros y nos afecta, pero no necesariamente nos destruye. Es un accidente. Nos afecta de manera marginal, en el sentido de que, si mi coche se avería, tengo que buscar una solución. Luego, más cerca nuestro, está el fracaso político. Luego tenemos un fracaso social aún más cercano. Y, finalmente, el más próximo de todos, el fracaso biológico, que es ineludible. Es mío y solo mío. Cuando se trata de la finitud, de enfrentar la muerte, de enfrentar el fracaso definitivo, no hay nada más. No hay nadie más que pueda ayudarme ahí. Soy solo yo, y únicamente yo, quien tiene que enfrentar el asunto. Pero mucho antes de que ocurra, empezamos a morir en el momento en que nacemos. Morimos todo el tiempo. Cuando llega ese momento, es el final de un largo proceso. No hay nada nuevo ahí. Tienes que estar preparado. De nuevo, odio sonar como un maestro, pero aprendes de los buenos libros de Montaigne, de los grandes sabios, que vivir es aprender a morir. Filosofar es morir mejor. Así que tienes, en ese momento, un estado muy especial. Te encuentras en un estado especial donde tienes que revelar quién eres. Así es como sucede. Así es como pasa. Revelas tu personalidad completa. Revelas quién eres, quién has sido. Bien podrías fallar la prueba en ese preciso momento. Por eso muchos artistas, pensadores y filósofos ven el momento de la muerte, de esa confrontación final, como definitorio para lo que es una persona.
—¿Qué implica, en su perspectiva, cultivar la paciencia y la lucidez necesarias para “fracasar bien”?
—Primero que nada, admitir el fracaso. Vivimos en una sociedad donde casi no hay espacio para el fracaso. Fracaso entendido de la manera correcta, como algo real, feo, desagradable, traumático. Por supuesto, hablan del fracaso los gurús de la autoayuda, los directores ejecutivos y los magos del marketing, siempre hablan del fracaso como: fracasa mejor, fracasa porque tendrás éxito, no puedes tener éxito si no fracasas primero, y así sucesivamente. Pero ese es un discurso muy equivocado, es un enfoque erróneo del fracaso. Esa es la mejor manera de fracasar en tu encuentro con el fracaso. A menos que aceptes el fracaso por lo que es, algo verdaderamente perturbador, profundamente traumático y profundamente desagradable, nunca llegarás a comprender qué es el fracaso. Por lo que puedo entender, fracasar mejor implica, ante todo, comprender qué es el fracaso, apropiárselo de algún modo, hacerse amigo él, hacerlo parte de la propia vida. No necesariamente aprender del fracaso para tener éxito. Vas a tener éxito simplemente haciéndote amigo del fracaso, comprendiendo qué papel juega el fracaso en tu vida, cuán cerca estamos de él y cuán central es el fracaso para nuestras vidas y para la condición humana.
“Cuando se trata de enfrentar la muerte, enfrentar el fracaso definitivo, no hay nada más.”
—La obsesión contemporánea por el éxito parece funcionar como una forma de negación. ¿Qué intenta ocultarse detrás de esta estetización de la perfección?
—Es una buena pregunta. Hay una voluntad, incluso una especie de plan, de negar el fracaso, de intentar eliminarlo de nuestras vidas, de construir una imagen de la sociedad y de nuestras vidas en la que no ocurre nada malo, en la que todo es para mejor, en la que el mañana siempre será mejor que hoy. Y eso está mal, porque eso, por supuesto, está destinado, es parte de un programa político y social. Está pensado para hacer que la gente se sienta mejor, más optimista, para que pida dinero prestado a los bancos y luego trabaje más, se mate trabajando, para devolver ese dinero, y así sucesivamente. Eso mantiene el sistema en movimiento. Si logras inculcar ese mensaje en las mentes de los seres humanos, los esclavizarás por mucho tiempo. Trabajarán como locos para ti si logras formular el mensaje adecuado y movilizarlos. Pero, al mismo tiempo, eso también es una forma de alejarlos de lo que realmente sería su camino hacia la lucidez. Puede que no necesiten dinero, al menos no todos. Algunos quizá no necesiten esa cantidad de dinero, ni riqueza, ni una “buena vida” en el sentido capitalista. Tal vez lo que desean es lucidez, simplicidad. Quizás quieran comprenderse a sí mismos, vivir una vida interior más profunda y más intensa, etcétera. Por eso el fracaso no es solo una cuestión de experiencia personal o de mala suerte, también es parte de un programa político, cómo deshacernos de él, cómo alejarlo de las conversaciones, del discurso público, de la imaginación colectiva.
—Usted reivindica “el arte de no hacer nada” y la vida contemplativa, como la practicaron, cada uno a su modo, Chaplin u Orwell, no como evasión, sino como una forma distinta de estar en el mundo. ¿Qué tipo de lucidez se vuelve accesible solo cuando suspendemos la maquinaria del hacer, y por qué esa desaceleración resulta tan subversiva en sociedades estructuradas alrededor de la productividad?
—Estás hablando del tercer capítulo, donde hay un fracaso social, y es un capítulo sobre los ganadores y perdedores, y así sucesivamente. Ganadores y perdedores del juego social. Lo que propongo allí, como una especie de contraejemplo, por supuesto, es este tipo de existencia a la que Orwell aspiraba en diferentes momentos de su vida, especialmente durante sus años de mendigo, cuando llevaba una vida pobre en París y Londres, sin hacer nada. Pero la figura central ahí es Cioran, a menos que tengas otra pregunta distinta sobre Cioran. Es lo mismo, todos son parte de la misma escuela de pensamiento, una escuela filosófica del no hacer nada. No hay nada nuevo ahí. La noción de que no hacer nada es realmente importante nos llega desde tiempos remotos, desde la oscuridad de los tiempos. Tiene una historia muy, muy larga. La distinción entre vita activa y vita contemplativa es, por supuesto, de origen romano lingüísticamente, pero es aún más antigua, proveniente de los griegos, y se encuentra también en la filosofía india, en el mundo mediterráneo, en todas partes. Hay una distinción entre hacer, involucrarse en una vida productiva, en una lógica productiva, que te lleva a un territorio muy diferente cuando haces cosas, cuando planeas cosas, cuando eres activo, y cuando la acción es el motor de tu vida. Te has convertido en una persona diferente. Ya no estás en posición de entender, de contemplar, de sentarte y desprenderte de todo y mirar las cosas serenamente, ya no puedes hacer eso. Para hacer eso, tienes que dejar de hacer todo, dejar todo lo que estás haciendo y adoptar un tipo diferente de actitud, por eso los monjes, los sabios y los artistas siempre tienden a adoptar ese tipo de vida contemplativa. No es solo una cuestión de no hacer nada. Eso es solo la apariencia externa. Lo que realmente es fundamental de ese tipo de vida es la comprensión, el enraizamiento, te estás colocando en un modo de ser muy diferente y que te da acceso a otras cosas porque es muy simple. Si estás involucrado en algo, si haces cosas, todo se mueve a tu alrededor y tú con ellas. Tienes que sentarte, relajarte y desprenderte, tomar distancia para entender lo que está pasando. No entenderás lo que está pasando a menos que, de alguna manera, te separes de lo que está pasando, de las cosas mismas.
“Fracasar mejor implica, ante todo, comprender qué es el fracaso, apropiárselo de algún modo.”
—Usted describe al capitalismo como un sistema que organiza la vida a través de jerarquías y clasificaciones. ¿Qué revela esta lógica clasificatoria sobre la imaginación moral de nuestro tiempo y sobre la forma en que entendemos lo que cuenta como una vida valiosa?
—Revela mucho. La idea que estoy explorando ahí me vino del estudio de (Italo) Calvino, del calvinismo. Hay una distinción fundamental en el calvinismo entre los salvados y los condenados. No hay otras maneras. Algunas personas serán salvadas, pase lo que pase. Y al mismo tiempo, otras serán condenadas, pase lo que pase, sin importar lo que hagan. Es por decreto divino, ni siquiera tienes que hacer algo. Está decidido por Dios mucho antes de que existas. Esa es la idea de Calvino. Así que tienes esa distinción primordial entre la condena y la salvación. Y luego traduzco esa distinción al pensamiento moderno, a nuestro propio pensamiento moderno sobre el fracaso y el éxito, el fracaso social y el éxito social. Y funciona bastante bien. Luego, cuando se trata de la relación entre la mecánica entre ganadores y perdedores, sientes este eco de la posición original de Calvino. Los exitosos, las personas a las que les va bien, los ricos, siempre necesitarán perdedores a su lado para apreciar mejor su propia posición, sentirse mejor. Miran a su alrededor y piensan: soy una persona exitosa, qué perdedor el que tengo al lado. Ese es exactamente el motor. El problema no es la distinción en sí misma, sino que esa pareja se replica millones de veces, siempre, de manera indefinida. Esa misma persona que es un perdedor, o perdedora, se siente como un ganador porque hay alguien justo debajo, frente a quien él o ella parece un perdedor. Así que existe una escala o escalera infinita, donde siempre hay alguien debajo tuyo. Y eso mantiene toda la maquinaria en movimiento. No tiene fin. Eso mantiene el motor del capitalismo vivo, porque tienes esa enorme motivación, el miedo, la ansiedad ante el fracaso. Tengo que trabajar más duro. Tengo que ser más emprendedor. Tengo que ser más exitoso. Tengo que ganar más dinero porque si no lo hago, alguien desde atrás vendrá y me superará y será el fin para mí, me convertiré en un perdedor.
“La noción de que no hacer nada es realmente importante nos llega desde
tiempos remotos.”
—Usted ha descrito el origen de la filosofía occidental como un trauma fundacional: un gesto de excentricidad y desafío seguido de una respuesta social marcada por la desconfianza, el resentimiento y, finalmente, la violencia. ¿Qué nos revela esta genealogía, la doble historia de Sócrates, sobre la tensión persistente entre pensamiento radical y orden social, y por qué cada nuevo intento de recuperar la osadía socrática parece reactivar, de algún modo, esa antigua hostilidad?
—Es una de las cosas más hermosas de la civilización occidental, la filosofía, comienza con un asesinato. Y antes de ese asesinato, lo llaman una ejecución, pero fue un asesinato. Antes de eso, hubo décadas de lucha, de conflicto, de tensión entre esta persona, Sócrates, y la ciudad. Ese es el conflicto entre el individuo y la comunidad. Por supuesto, nos gustaría soñar con una sociedad mejor donde todos vivan en armonía con los demás. Pero en realidad, tenemos esa lucha y ese estado de conflicto y guerra que de alguna manera lleva a situaciones de crisis como la que generó a Sócrates. Así que tienes una peculiar situación donde la figura fundadora de la filosofía occidental fue sacrificada, pagó con su vida. En el origen de la filosofía occidental, del pensamiento occidental está el martirio, un acto de asesinato. Por supuesto, hubo filósofos antes de Sócrates, pero se los llama presocráticos, eso nos dice algo. El momento fundacional, definitorio, el punto de partida real sería con Sócrates, y allí hay un crimen, hay sangre. Y eso, de alguna manera, dejaría su huella en lo que vino después. Más adelante tenemos siglos de coexistencia pacífica, de armonía, armonía social y demás, pero el conflicto siempre permanecerá. Así que para volver a esa historia, en ese libro, rastreo la historia de esos mártires filosóficos desde Sócrates hasta Jan Patojka en el siglo XX. De vez en cuando, algún pensador individual que se encuentra un poco incómodo, torpe, no exactamente una persona agradable, se encuentra en una situación conflictiva y termina teniendo que pagar con su vida por, ¿por qué? Por hacer su trabajo. Esas personas, Sócrates, Hipatia, Tomás Moro, Giordano Bruno, Jan Patojka, no hicieron nada. No tomaron las armas. No intentaron derrocar al gobierno. Hicieron su trabajo, pensar. Ese era su trabajo, su vocación, lo único que estaban haciendo, pensar. Y pensar podría ser peligroso bajo ciertas circunstancias.
“En el origen de la filosofía occidental está el martirio, un acto de asesinato.”
—En su lectura de John Stuart Mill, la excentricidad aparece no como un desvío, sino como un antídoto contra la tiranía de la opinión y una medida del vigor moral e intelectual de una sociedad. ¿Qué nos dice esta asociación entre excentricidad y coraje espiritual sobre las condiciones que permiten que surjan ideas verdaderamente nuevas, y qué revela, a la inversa, la creciente aversión contemporánea a la excentricidad acerca del empobrecimiento de nuestro carácter público?
—Excelente, muchas gracias por mencionar eso, porque está en el núcleo del libro en el que estoy trabajando ahora. Se llama El rebaño en nuestra cabeza. Es una historia o algo de historia de los inconformistas, de los excéntricos, de aquellos que, por diseño, por su naturaleza, por su carácter, su personalidad, no estaban contentos de seguir la corriente. Siempre tenían algo en contra y se oponían a la corriente. Excéntricos, así los llamaba Stuart Mill. Pero hay diferentes nombres, contrarios y disidentes, y no importa. El lenguaje exacto no es importante. Lo importante es el gesto. Y es importante porque, por instinto, somos personas que forman rebaños, tendemos a mantenernos juntos. Tendemos siempre a formar grupos y agrupaciones, a formar comunidades y trabajar en alguna forma de colaboración, pacíficamente y en armonía, porque así es como sobrevivimos. Así es como logramos cualquier cosa. Entonces, cada vez que alguien llega, aparece y dice: voy a hacer lo contrario, voy a decir lo contrario. Es un incidente preocupante porque puede potencialmente arruinar la vida comunitaria, la vida de la comunidad, porque hay un peligro, hay una amenaza de que esa persona socave el tejido social de ese lugar. Pero al mismo tiempo, si nadie fuera contra la corriente, si todos pensaran de la misma manera y hablaran de la misma manera e hicieran lo mismo, terminaríamos mentalmente, filosóficamente y civilizacionalmente muertos, porque necesitamos esa frescura, esa sorpresa, ese acto de espontaneidad que proviene de la oposición. Así que, en este libro sigo una historia de inconformistas, de disidentes, desde Sócrates y Diógenes, el cínico, hasta el siglo XX, personas que hacen exactamente lo contrario. Jean-Jacques Rousseau, por ejemplo, Spinoza, Mill, Hannah Arendt, Nietzsche. No hay tantos de ellos, pero son suficientes para crear una historia hermosa y poderosa. Encuentro su situación fascinante, porque se necesita valor, coraje, energía, se necesita algo de locura para levantarse contra la multitud, para ir en contra. La multitud es una de las entidades más poderosas que existen, y para enfrentarse a la multitud, realmente se necesita algo, y por eso es que, de alguna manera, ese libro es la continuación del otro, Morir por las ideas, porque trata sobre personas que no murieron, que no fueron asesinadas por sus ideas, sino que lograron salirse con la suya. Así que es una especie de secuela, si se quiere. Con suerte, estará terminado el próximo año.
—Usted sugiere que hemos delegado nuestra narrativa personal en las ideologías, el consumo y la tecnología. ¿Qué posibilidad de autonomía queda cuando ya no somos autores de nuestra propia vida?
—Casi ninguna. Como podemos ver, nos hemos entregado a los demás. Como si contar nuestras propias historias, fundar nuestras propias vidas, nos resultara demasiado exigente, demasiado difícil. Nos rendimos a las grandes tecnológicas, al entretenimiento de Hollywood, a nuestro sistema económico, social, político, y ellos terminarán fabricando las historias por nosotros. Y es fundamental, porque vivimos en la medida en que podemos contar una historia. Soy lo que digo que soy, la historia que cuento sobre quién soy. Llego a existir contando mi propia historia, y eso es fundamental. Es exactamente lo que me hace único y autónomo. Puedo preservar mi autonomía en la medida en que pueda contar mi propia historia. Pero de algún modo me entrego cada día, cada minuto de mi vida, a las redes sociales y no solo comparto mi vida con los demás, sino que comparto mis datos. Compartimos todo, nuestra privacidad, nuestras preferencias, el historial de compras, lo que sea. Y no queda nada que sea privado, que sea mío. Eso me hace único, este ser único, autónomo y autosuficiente. Así que, ese es realmente el mayor peligro. En este momento soy muy pesimista. Y cuanto más veo, más me enojo, más me preocupo porque no hay nada. Llegaron buenas noticias desde Australia donde prohibieron el acceso de menores a las redes sociales, lo cual es alentador, pero por supuesto, no es suficiente y es solo un comienzo. Necesitamos reaprender a vivir con nosotros mismos, reaprender cómo convertirnos en personas privadas. Eso implica privacidad, intimidad, autonomía. Son cosas fundamentales que hemos olvidado por completo.
“Vivimos en la medida en que podemos contar una historia. Soy lo que digo que soy.”
—La política populista aparece, en su análisis, como una industria del sentido rápido. ¿Qué dice eso sobre nuestra vulnerabilidad frente a los relatos ofrecidos?
—En este sentido, mi pensamiento no puede sino vincular el populismo, o la expansión del populismo desde hace algún tiempo... Porque el populismo comienza al menos hace un siglo y no puedo dejar de conectar eso con la muerte de Dios, con la gran secularización que ocurrió hacia finales del siglo XIX. Dios ha muerto. Ya no tenemos esa gran fuente de significado que solíamos tener a través de la fe, a través de la iglesia, a través de la religión y ahora de repente somos huérfanos. Estamos solos. Estamos de-sesperados aquí. Nos encontramos en este lugar sin nada en qué creer, sin nada que nos dé significado y entonces es cuando, por desesperación, por la locura de descubrirnos totalmente solos, inventamos nuevos dioses y eso es lo que pasa con Hitler. Así es como nace Hitler. No necesariamente como él, casi no importaba su verdadera persona. Lo que importaba era la necesidad de los alemanes de tener a alguien como él, incluso si era un payaso, mejor, porque el carácter payasesco, la figura histriónica hace un mejor trabajo al crear estas narrativas, porque inventan historias y cuentos divertidos, historias entretenidas en las que la gente inmediatamente se reconoce y eso los pone en un mejor lugar para establecer alguna nueva forma de fe. Ese es realmente el peligro, el peligro que viene de la gran secularización del siglo XIX no ha desaparecido y está creciendo, como vemos hoy. El populismo, de manera significativa, es un problema teológico. No es solo una cuestión de política o asuntos sociales. El populismo es, en su raíz, un problema religioso.
—Y en ese orden, ¿cuál es su opinión sobre Trump? Usted llegó hace pocos días a Argentina, pero al mismo tiempo, si tiene alguna opinión sobre nuestro presidente Milei.
—Ahora, no sé mucho sobre él. Me temo que tendrás que contarme más. Por supuesto, he visto algo. Sigo las noticias, pero no lo suficiente como para formarme una opinión sobre la persona.
—¿Y sobre Trump?
—De nuevo, prefiero…
—No hablar de política actual, está bien. No se preocupe.
—Sí. No soy bueno en esto, estoy desconcertado, profundamente preocupado.
—Usted dice: “La civilización no es más que una máscara, y una máscara precaria”. ¿Que quiere decir con esto? ¿Por qué una máscara?
—Porque es una máscara en el sentido de que es muy superficial. Es tan fácil perderla. Solo tienes que empujar un poco las cosas y verás a la persona real, la verdadera humanidad sin la máscara, desenmascarada. Sucede en condiciones de desastre, inundaciones, incendios, etcétera, donde la gente ya no puede permitirse ser amable. Esa civilización, esa capa superficial desaparece en segundos y te conviertes en el animal que siempre has sido, el animal que fundamentalmente eres. Y es un pensamiento aterrador, pero es algo que no podemos permitirnos ignorar. Por eso en mi investigación ahora, tiendo cada vez más a usar la primatología. Tengo mi primatólogo favorito como Frans De Waal, quien estudió la política de los chimpancés. Así que creo que es una entrada brillante a la política. Estudió, y con él podemos estudiar, cómo los chimpancés y los simios en general hacen su política, y así estamos en una mejor posición para entender cómo funciona la política humana. Es brillante, lo recomiendo encarecidamente. La civilización es una máscara, muy frágil, muy fácil de dañar, muy precaria y sí, una máscara pobre, deficiente.
—Cuando usted describe el ostracismo como una institución que incorpora el fracaso en su propio diseño, sugiere que la política solo funciona plenamente cuando reconoce sus límites y sus desvíos. ¿Qué revela esta integración explícita del fracaso sobre la naturaleza misma de lo político, y por qué un régimen que niega su posibilidad de fallar termina inevitablemente volviéndose más frágil?
—Eso es fundamental. Estoy hablando de la democracia, de la política democrática. La democracia de la opinión, o los fundadores de la democracia de la opinión, tenían esta intuición fundamental, que por muy bien que se vea, sigue siendo frágil. Está bajo amenaza en cualquier momento. Tenían esa institución del ostracismo, a través del cual podían expulsar a cualquiera que representara un peligro potencial. Un problema mayor que tenemos hoy con las democracias, y por eso están más amenazadas que nunca, es su arrogancia. Lo vemos especialmente en la política estadounidense. Pensábamos que la democracia estadounidense era la mejor, incomparable, pero era tan fácil de quebrar, de secuestrar, tan fácil de robar, y porque tenía esta arrogancia, no prestó suficiente atención a las debilidades humanas, a la naturaleza humana, a lo real, a la brutalidad del hombre. No contempló suficientes medidas para los actores malintencionados, y por eso era tan vulnerable y hasta cierto punto, amenazada. Y supongo que la misma situación se encuentra en otros países. Hay situaciones similares en Europa.
—En un artículo publicado en el “New York Times” en 2019, titulado “La democracia es para los dioses. No debería sorprendernos que los humanos no puedan sostenerlo”, usted sugiere que la fragilidad democrática está ligada a la naturaleza humana. ¿Qué dimensiones del carácter y de la experiencia colectiva explican, según su perspectiva, la propensión de las democracias a fracasar?
—Es esta característica fundamental de la naturaleza humana: la tendencia a buscar la autoafirmación. Siempre la buscamos, es parte de nuestro instinto vital intentar imponernos sobre los demás. No basta con vivir y sobrevivir. Tenemos que ejercer poder sobre los demás. Es la expresión de la voluntad de vivir; la voluntad de poder es otra forma de la voluntad de sobrevivir. Es el instinto humano de ejercer poder sobre los demás, y ahí es precisamente donde reside el peligro. La democracia es lo opuesto a eso. La democracia proviene del instinto opuesto, o impulso, que debería ser la humildad. La verdadera democracia, la persona democrática real es alguien muy humilde. La noción de que no somos gran cosa, de que yo no soy nadie, me coloca en una situación en la que puedo ser un buen ciudadano, un buen demócrata, pero eso requiere muchísimo trabajo, trabajo social, educación, especialmente educación y disciplina interior. La democracia es imposible sin una buena cantidad de sabiduría que cada participante en ese juego democrático necesita tener. La democracia, la verdadera democracia es lo opuesto a la naturaleza. La naturaleza por sí misma es antidemocrática, la naturaleza es salvaje, es cruel, es irracional, pero la democracia es lo opuesto. Tienes que ir en contra de la naturaleza, tienes que trabajar sobre ti mismo para convertirte en un demócrata. No surge de la nada, no crece como la hierba. Es un producto humano artificial que lleva generaciones y generaciones crear y mantener y puede fácilmente desaparecer.
LA VIDA EN DEMOCRACIA. “La democracia es maravillosa y excepcional, es un estado de gracia que la mayoría de las veces no tenemos. Ocurre raramente y es muy difícil de sostener, y se está volviendo claro cada día”. (FOTO JUAN OBREGON)
—Usted dice: “El problema con la utopía no es que sea imposible de poner en práctica (estrictamente hablando, puede ser posible), sino que es fundamentalmente ajena a lo que somos”. ¿Aspirar a la utopía es, entonces, perder de vista el sentido de la vida?
—Sí, excelente. Lo que sucede es que la utopía es un concepto muy interesante, la idea de la utopía, el hecho de que alguien tuvo la noción y se le ocurrió tal cosa. Es Tomás Moro, pero ya existía antes. Sin embargo, es un juego muy peligroso. Es un juego intelectual muy interesante para jugar, pero tiene que seguir siendo un juego intelectual. Si quieres implementar la utopía en la vida real, ahí es donde comienzan los problemas, porque somos fundamentalmente imperfectos. No debemos siquiera intentar alcanzar la perfección. Es lo que hacen los utópicos, los radicales, los fanáticos, buscan la perfección. Robespierre. Y ahí es donde comienzan los problemas, porque por naturaleza somos precarios. Somos criaturas aproximadas. Negociamos, nos comprometemos, hacemos tratos, cometemos errores, tenemos que encontrar un terreno común, perdonarnos, tolerarnos unos a otros. Hay tanto dentro del espacio que tenemos que modular, negociar y rediseñar, que el perfeccionismo debería estar fuera de cuestión. Prohibiría la perfección en política. No existe tal cosa como una sociedad perfecta. No existe tal cosa como un proyecto político perfecto. Cada vez que se menciona, es una persona peligrosa.
“Ya no tenemos esa gran fuente de significado que solíamos tener a través de la fe.”
—En un contexto donde las redes sociales estructuran gran parte de la interacción pública, ¿cómo afecta esta mediación tecnológica a la posibilidad de un debate democrático auténtico, y qué riesgos surgen cuando el sentido colectivo se ve cada vez más moldeado por algoritmos y dinámicas de espectáculo?
—Sí, y esto es solo el comienzo. Ahora solo vemos el inicio de eso. Vengo de Rumania, mi lugar de origen. Viví en el extranjero por mucho tiempo, pero regresé no hace mucho, el año pasado, para hacer una beca Fulbright en la que de alguna manera fui testigo de las elecciones presidenciales, que no fueron sencillas. Pude ver cómo funciona, cómo actúan las redes sociales, TikTok y demás, y tuve que prestar más atención porque, al final, escribí un informe. Escribí algo para el New York Review of Books, y pasé un tiempo siguiendo y observando cómo funciona eso. Me asusta profundamente, porque puede ser no solo la democracia. La democracia clásica, previa a lo digital, ya era débil y precaria. Esta nueva era de digitalización la hace aún más precaria, porque para los sujetos humanos, para la ciudadanía, se vuelve casi imposible derrotar a ese enemigo. Si algún tipo de régimen autocrático logra apoderarse de las redes sociales, o de parte de ellas, es casi imposible contrarrestar. Es imposible idear algo en contra. Estamos condenados. Si se da esta colusión entre las grandes tecnológicas y políticos sin escrúpulos, estamos condenados. Y no tengo solución, no puedo pensar en ninguna solución razonable y decente. Es realmente uno de los mayores desafíos que tenemos ahora mismo, la colusión entre tecnología, principalmente la inteligencia artificial, y la política, como una política sin escrúpulos.
—¿Qué significado adquiere la idea de “morir por las ideas” en un mundo contemporáneo donde el riesgo físico por pensar parece más limitado, pero el riesgo simbólico y mediático es constante?
—Cuando escribí ese libro, hace ya más de diez años, pensé que había dado con un buen tema de investigación histórica. Tenía esta idea, esta imagen, de la situación de los filósofos que tuvieron que morir para sostener un punto, de eso trata precisamente Morir por las ideas. Y pensé: mira, aquí hay una situación interesante para explorar. Como filósofo, te encuentras en una circunstancia en la que ya no puedes usar palabras, ni argumentos, ni escritos para defender tu posición, y en su lugar tienes que usar tu propio cuerpo, tu cuerpo que muere; y es así como, a partir de ese momento, puedes persuadir a los demás. Y pensé en ese momento, todo se trata del pasado. Ocurrió en la antigua Grecia con Sócrates, ocurrió más tarde con Hipatia, y así sucesivamente, Giordano Bruno, Tomás Moro, incluso a finales del siglo XX, Yampa Tochka. Pero estaba casi convencido en ese momento de que era una cuestión de erudición histórica. Y sin embargo, han pasado diez años desde que el libro fue escrito y publicado, veo las cosas de manera diferente. Ya no es histórico. Puede suceder en cualquier momento. Sucedió en Rusia. Sucede en Irán, en China, en tantos lugares. Puedo ver fácilmente Morir por las ideas, desafortunadamente, como un tema candente. No debería ser así. Debería haber seguido siendo un asunto de interés histórico. Desafortunadamente, lo es, y se está volviendo aún más.
Producción: Sol Bacigalupo.
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