El ataque del viernes pasado contra el candidato de extrema derecha a la presidencia de Brasil Jair Bolsonaro, quien fue apuñalado en el estómago durante una manifestación y hospitalizado en estado crítico, llevó una elección que ya era impredecible a un territorio aún más incierto.
Cómo incidirá el flagrante acto en la votación del 7 de octubre nadie lo sabe. Algunos analistas creen que Bolsonaro, quien ha liderado las encuestas, pero también ha alejado a muchos votantes con sus diatribas e insultos a los homosexuales, mujeres y grupos minoritarios, cosechará votos de simpatía. El hecho podría garantizarle el primer lugar en la primera vuelta y convertirlo en el hombre que resultará vencedor en la segunda vuelta unas semanas más tarde. Por otra parte, su ausencia forzada de la carrera –será sometido a más cirugías mayores y es probable que deba permanecer en reposo durante al menos un mes– podría trastocar todas las señales de campaña mientras sus rivales recalibran sus mensajes.
Los optimistas incluso sugirieron que el impacto del salvaje acto –perpetrado por un atacante solitario con un cuchillo para trinchar mientras Bolsonaro era transportado en hombros por sus partidarios en una multitudinaria manifestación– restauraría la civilidad a una carrera que ha puesto a amigos contra amigos y se ha convertido en una competencia de insultos en las redes sociales.
En esta versión más feliz, un Bolsonaro más contrito, tras haber estado al borde de la muerte, incluso podría retractarse de su discurso beligerante de ley y orden que le ha valido tantos seguidores entusiastas. Pero el excapitán de ejército y defensor de las armas para todos no agacha el moño: solo 24 horas después de ser llevado rápidamente al quirófano, vestido con una bata azul de hospital y conectado a un respirador, colocó ambas manos al estilo de un arma de seis municiones con los pulgares sobre los dedos índice, emulando el gesto de vaquero que se ha convertido en su sello de campaña.
Tan imprudente como suena, esa postura es más bien una táctica que un producto de la testosterona. Bolsonaro no es lo suficientemente tonto como para abandonar la actitud que lo distingue de los desprestigiados políticos de Brasil, que ha desequilibrado a sus rivales y que ha exprimido su base.
¿Qué mejor manera de mostrar que sigue siendo el sheriff que redoblar la apuesta mientras está convaleciente?
Sus rivales tienen una elección más difícil. Hasta la semana pasada, mermaban su ventaja con comentarios negativos. La candidata ecologista de la izquierda blanda, Marina Silva, lo increpó en un debate televisado por su indiferencia hacia las mujeres que ganan menos que sus pares masculinos por el mismo trabajo, y rápidamente encendió las redes sociales. Aunque cuenta con el apoyo de solo el 11 por ciento de los electores, muy por debajo del 24 por ciento de Bolsonaro en la encuesta de Datafolha del lunes, Silva sabía que el número de mujeres que diría que nunca votarían por él se dispararía. El candidato del Partido Social Demócrata, Geraldo Alckmin, también recibió aplausos por un inteligente spot de campaña que sigue en cámara lenta la destrucción de una bala. La moraleja: las armas no pueden resolver el hambre, la pobreza y la falta de salas de clase.
Pero la agresividad contra un rival postrado en cama ya no es una opción. El dilema ahora es cómo mostrar compasión por el herido Bolsonaro sin normalizar el bolsonarismo. Ese imperativo ha llevado la carrera a un inestable nuevo terreno, y las respuestas de los candidatos bien pueden determinar la elección. Los miembros del partido de Bolsonaro ya están aprovechando el tropo del guerrero herido, difundiendo falsamente comentarios de que los conspiradores izquierdistas —y no un loco solitario— estaban detrás del ataque.
Sin embargo, la agitación en la campaña también es una oportunidad para los candidatos y los votantes. Hasta ahora, Bolsonaro ha logrado convertirse en el pararrayos de la carrera, atrayendo a gran parte de la corriente política y dinamizando la campaña con su agenda. Esa estrategia será difícil de mantener desde una sala de hospital, y su ausencia física de la campaña —sin llegadas triunfales a aeropuertos en medio de los gritos de los seguidores— crea un agujero de aire para que surjan otros problemas que están muy olvidados.
El debate televisado del domingo por la noche ofreció un vistazo de esa posibilidad, ya que los candidatos se enfrentaron por primera vez sin el favorito. Es verdad, Bolsonaro dominó el primer segmento del debate. Los candidatos rivales optaron cautelosamente por la paz y la reconciliación ante un atril vacío, instalado en el escenario como si Bolsonaro estuviera representando a Elías en la Pascua Judía de la política brasileña.
Después de eso, la conversación se extendió a problemas que no se han abordado mucho. Los candidatos debatieron cómo rescatar a las desacreditadas instituciones públicas del país, que han erosionado la confianza en la mayor democracia de América Latina, y cómo pacificar las sangrientas calles de Brasil, donde casi 64.000 personas fueron asesinadas en 2017, un vergonzoso récord mundial.
De acuerdo, las propuestas fueron superficiales y la retórica vaga: el izquierdista Ciro Gomes prometió reparar la economía controlando la "baronía financiera", mientras que el conservador Alvaro Dias se presentó como paladín del gobierno limpio al prodigar elogios por la operación anticorrupción Lava Jato, un proceso impulsado por la justicia, no la política. Y nadie se tomó el tiempo para detallar cómo rescatar el sistema de pensiones de Brasil, que amenaza con consumir el 17 por ciento de la riqueza nacional para el año 2060. Sí, sin Bolsonaro, la campaña presidencial de Brasil puede perder algo de la emoción y la energía maníaca. También es una oportunidad para que los brasileños bajen los puños y se concentren en los problemas reales y las decisiones difíciles que esperan al próximo líder, quienquiera que sea.
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