Cambio, cambio, exchange, troco. ¿Qué hacés con los dolores que te sobran? ¿Dónde los encanutás? ¿En la funda de los anteojos que ya han visto todo? ¿Los enrollás en un hueco de la garganta? ¿Te los adherís al pecho? Pregunto de perdido nomás, de quien va juntando lo que ve, lo que escucha, lo que siente y al cabo de los meses comprueba que es demasiado para uno solo y no sabe dónde ponerlos. ¿Cómo los sobrellevás? ¿En qué rincones ocultás la parte que te toca de los millones de personas depositadas en fondos de miseria sin interés desde hace más de treinta años?
En el campo de juego del poder sucede lo que ves desde la tribuna. Un infinito superclásico insensible a los reclamos que se disputa entre patadas y codazos. Los jueces sacan tarjetas amarillas preventivas, pocas rojas definitivas. Procesan los odios, las broncas, someten a juicio oral para que todos en casa, mirando la tele, podamos ejercer nuestro derecho a la protesta, al grito, a decir aquello que sentimos. Cada tanto imponen el máximo castigo, una condena penal. Ejecutada la sanción, vencidos ya los que intentan chicanear, amparar, negar o atajar las imparables evidencias, el desencuentro sigue.
El peso del pasado no se devalúa. Dos por uno, inútiles y ladrones, es la nueva oferta electoral. Quieren recuperar sus cajas de seguridad. Los pastores, tan impostores ellos, tan abusadores, apuestan al diezmo que reciben de los mercaderes del templo y entre villancicos y bendiciones mantienen a la clientela arrodillada a la espera de un supuesto reino que no es de este mundo. La poca o mucha fe que se pueda tener es mejor colocarla en proyectos propios a meses de esfuerzo, prueba y error. Al menos va a dar algo de placer extra por aquello que te importa.
El dolor cotiza alto por la incesante demanda de justicia. A la par de diciembre, el nivel de congoja crece sin motivo aparente. ¿Te pasa en estos días que de pronto, de la nada, una riada caudalosa de pena te inunda el ánimo? La marea de lo que ya sabés que trae y lleva, va y viene. Nombres, caras, criminales, estafadores, miserables. En los primeros días de enero, cuando la angustia baja un poco, deja sobre el tiempo de arena su espuma de furia. La humedad en los ojos no seca, ni se evapora con la resaca del alcohol.
¿Qué hacer con la tristeza? ¿Hay algo para lo que pueda servir?
Espíritu bélico. Es un exceso de indignación que estremece. Cuando advierten el bajón, te hacen una devolución con frases de Osho o Bucay que se escriben solas al ritmo de melodías new age, consignas políticas, citas y hasta insultos provocadores. Te recomiendan a quién leer, a quién seguir, a quién odiar y, de última, si nada de eso resulta, te sugieren a quién hacer responsable y echarle encima toda la culpa.
Qué bueno saber que apenas a un clic de distancia hay tipos a los que se puede enviar, por mail o bicicleta, la mochila repleta de dolores para que la guarden y nos libren de la carga, del sobrepeso de tantas versiones del fracaso. Nada que consuele. Nada, al fin, que alcance a parar la sangría de pibes que se pierden a la espera de lo que nunca termina de pasar. Nada te saca cuando estás así, pero se agradece la buena voluntad.
¿Cómo te pega en el debe y el haber la oferta de proyectos que te hiciste al comenzar el año? Tranquilo, nadie le gana nunca a la inflación de deseos. Al fin, toda promesa no es más que una ficha tirada al paño de la incertidumbre. Cada uno contrae consigo las deudas que quiere y las paga como puede. Salvo las que se consideren de cumplimiento obligatorio. Esas hay que intentar renovarlas todos los diciembres. Con la copa mirando hacia al fondo de la noche se repiten las palabras ya dadas, “sobrevivir con cierta dignidad”, y se aguarda que el eco del universo cierre el trato, “de acuerdo, no te defraudes”.
*Periodista.