Pasa siempre, siempre pasa; desde que yo era una niña chiquita así y sigue pasando y yo sigo sin comprenderlo. Aunque no se pueda creer, hay gente que asegura: “Odio las fiestas de fin de año”. Má camina, cómo vas a odiar una fiesta, y menos como éstas en las que todo el mundo se perdona (de veras o de mentiritas), se junta, empilcha con lo mejor que tiene, come, bebe, se hace regalos, baila, canta y se divierte. ¡Cómo! ¿Cómo, eh? Si da gusto, si todo eso es agradable, lleno de luces y de papeles de colores con moños y flores.
Confieso que hay cosas que no me gustan: por ejemplo el viejo gordo ese vestido de colorado y abrigadísimo, cuando todo el mundo sabe que acá estas fiestas son de verano y hay que ponerse un vaquero y una remera y sandalias o alpargatas. El gordo es un desubicado. Además hizo su aparición no hace mucho tiempo: es un arribista y un metomentodo, y yo no lo puedo ver y por mí que tenga un accidente fatal con su trineo y que los renos se lo coman con salsa de puerros. A mí lo que me gusta es el pesebre. Siempre me gustó, y no por las implicancias religiosas, que no me da por ahí, sino por el placer de armar una escena tierna como la del nacimiento. Así que yo, nada de arbolitos, nada de gordos vestidos de colorado; a mí, el pesebre y a acostarse temprano que mañana los zapatos amanecen llenos de paquetitos coloridos.
Siempre que te hayas portado bien, aclaremos. Así que rápidamente, a amigarse con la suegra o la tía Sinforosa, que confesemos, es insoportable. Pero para eso están las fiestas, para ir a la peluquería, pintarse como una puerta, ponerse el must del año y sentirte absolutamente feliz.
Sí, ya sé, hay gente que protesta justamente por eso, por fiestas a fecha fija. Y bueno, qué hay. La vida es bella, pero si vamos a esperar el momento perfecto para una fiesta, estamos aviados, chica. Así, en cambio, llegan las fechas adecuadas y sin pretextos ni tropiezos, a poner la mesa y a cortar il panettone, ¡salú!