La forma de gobierno presidencialista está siendo abusada por gran parte de la dirigencia política de nuestro país y de otros países de la región, lo cual es muy peligroso para el régimen democrático. En la Argentina, el veto del presidente Macri al proyecto conocido como “ley antidespidos”, aprobado por ambas cámaras del Congreso, desató una serie de reacciones por parte de la oposición que, independientemente del contenido específico del proyecto, evidenció un serio desconocimiento del funcionamiento institucional del presidencialismo o, más probablemente, un intento de generar confusión o de establecer posicionamientos políticos de corto plazo que son perjudiciales desde un punto de vista sistémico. La Constitución argentina establece que si el Presidente desecha (es decir, veta) un proyecto, el Congreso tiene la oportunidad de rechazar ese veto insistiendo con su proyecto que, de conseguir dos tercios de las cámaras en una segunda instancia de votación, obligaría al Presidente a promulgarlo aun contra su voluntad. Diversos dirigentes opositores, lejos de intentar conseguir esos dos tercios, hicieron declaraciones equivocadas y/o distorsivas respecto del mencionado dispositivo institucional. Dijeron que con el veto el Presidente mostró su autoritarismo, que no respetó al Congreso, que no tiene vocación de respetar a las instituciones de la República, o a la amplia mayoría de legisladores que, siendo los representantes de las provincias y del pueblo, habían aprobado el proyecto.
Si bien es lamentable que los políticos en general no tengan la intención de tener un rol docente para con la ciudadanía respecto de cómo funciona efectivamente la democracia (como aspiraron a tenerla en los años 80), es en cierto punto esperable que su preocupación se concentre más en tratar de mejorar su imagen frente a los votantes aprovechando las circunstancias políticas que en detenerse frente a lo que podría considerarse un abuso institucional: no solamente el veto es constitucional, sino que el presidente tiene tanta legitimidad popular como los legisladores, y de hecho es votado en todas las provincias al igual que ellos (tomados como un todo). Esos argumentos opositores confundieron, por ignorancia o irresponsabilidad, el plano político con el institucional: el hecho de que el Congreso esté en desacuerdo con el veto no convierte al Presidente en autoritario, ni es bueno o malo el instrumento dependiendo de si me gusta o no el presidente que lo utiliza.
El desconocimiento o el abuso de los procedimientos institucionales en función de objetivos políticos fue mucho más marcado y alarmante en el caso de la destitución de la presidenta Rousseff, porque en Brasil no se trató de la institución del veto, sino de una mucho más trascendente (la del juicio político). Pero la mezcla de los planos político e institucional fue similar, y de allí la confusión en la discusión acerca de si la destitución (y el juicio político que le sigue) se trató de un golpe o no.
A diferencia de las formas de gobierno parlamentaristas típicas del continente europeo, los presidencialismos suponen la separación de los poderes Ejecutivo y Legislativo: ambas ramas del gobierno se eligen y se constituyen por separado, ambas tienen legitimidad popular, y no hay ninguna circunstancia que permita que una destituya a la otra por meros desacuerdos políticos. El impeachment no es una institución que deba aplicarse simplemente cuando al Legislativo no le gustan las políticas del Ejecutivo o cuando desaprueba sus resultados. Es una institución de tipo judicial, por lo que necesita probar la incapacidad física, intelectual o moral del presidente para ocupar su cargo. A pesar de ello, en las últimas décadas hemos visto en nuestra región el abuso de ese dispositivo, que ocultó objetivos políticos detrás de argumentos institucionales. El politólogo argentino Aníbal Pérez-Liñán ha estudiado todos estos casos en detalle y ha identificado un nuevo patrón de inestabilidad política, que consiste en la destitución anticipada de presidentes sin necesidad del tradicional recurso a los golpes militares. En otras palabras, los presidentes caen con la misma asiduidad que hace cuarenta años, pero no sucumbe el régimen democrático. Aunque esto es un gran avance, el abuso fue evidente para todos los que vimos la sesión de la Cámara de Diputados brasileña y los débiles, desprolijos y hasta insólitos argumentos que enunciaron los legisladores que destituyeron a Dilma.
De manera bien distinta, cuando en diversos países de Europa los legisladores deciden destituir a su primer ministro (que no fue elegido para el cargo por los votos, sino por el propio Parlamento), no necesitan fundamentar institucionalmente su voto. Eso no es necesario porque se sobreentiende que sencillamente no están de acuerdo políticamente con él. Así, la destitución del gobierno (o el voto de censura, como se lo denomina comúnmente) es una institución que permite solucionar crisis políticas sin que nadie se vea tentado de acusar a nadie de atentar contra el espíritu democrático del régimen. La semana pasada, en las Jornadas de Ciencia Política organizadas por la Universidad Nacional del Litoral en la ciudad de Santa Fe, el politólogo uruguayo Daniel Buquet se preguntaba si no era hora ya de que los presidencialismos se sinceraran, asumieran que destituyen a sus presidentes por razones estrictamente políticas, y desdramatizaran estos episodios tan angustiantes, riesgosos y mentirosos. Su propuesta fue la incorporación del dispositivo venezolano del referéndum revocatorio, que funciona (o debiera funcionar) como una válvula de escape para destrabar la rigidez del sistema presidencial que se pone de manifiesto cuando hay un presidente que se ha vuelto (él, ella, o sus políticas) muy impopular y todavía falta mucho para la renovación electoral. La discusión estará pronto en la agenda de nuestros países. Mientras tanto, muchos de nuestros políticos, como muchas otras veces, más que aclarar las cosas, las oscurecen.
*Politólogo, presidente de la Sociedad Argentina de Análisis Político (SAAP).