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Acá estar, acatar, atacar

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A mi vuelta de Berlín, la coincidencia quiere que un mismo tema se me presente repetido. Allí, un pseudoescándalo agita el avispero: el ministro Michael Müller no le renovó el contrato a Frank Castorf como director del teatro Volksbühne y en cambio designó al belga Chris Dercon, quien se había desempeñado como curador y director del museo Tate Modern de Londres. ¿Qué hace un curador como director de un teatro del Este berlinés, de larga tradición política y –si se quiere– más o menos narrativa? Esto se preguntan consternados muchos directores de otros teatros alemanes, entre ellos Claus Peymann o Jürgen Flimm. ¿Significa algo el cambio de signo? ¿Hay en ello alguna voluntad de aleccionar al teatro en sí? ¿Se cuestiona el valor de un teatro de narración en favor de la teoría performativa, que prefiere la presentación a la representación, el ahora al siempre, el posdrama al drama?

La performance, que tuvo su auge artístico y político en los 60 y los 70, ahora –regurgitada– opera para algunos alternativamente como falsa vanguardia, mero acatamiento de las modas o incluso simplemente como chantada.
En Buenos Aires, un grupo de museos, universidades y curadores en iniciativa privada, con un cariz central pero ferozmente marginal al mismo tiempo, organiza BP.15 (Bienal Performance 2015). Artistas de la talla de Marina Abramovic, Sophie Calle, Jorge Macchi, Nicolás Varchausky, Laurie Anderson, Andrea Giunta, Gabriel Baggio, Mondongo o Diana Szeinblum –por mencionar algunos– exploran lo que yo supongo es la teatralidad viciosa de otras artes. ¿Por qué viciosa? Porque en la performance, intuyo, lo teatral es presentado como síntoma: fuera del teatro, desenquistado, liberado de funciones narrativas, extrañado.

Es posible que los teatristas se abismen ante el dossier de BP.15 y sospechen de algún tipo de estafa: Marina Abramovic –por mencionar un caso extremo– “brindará al público la posibilidad de liberarse de las constantes distracciones del mundo moderno, permaneciendo en silencio y conectado con el momento presente. Los participantes podrán quedarse en el espacio ofrecido durante el tiempo que deseen, para estar consigo mismos y experimentar la calma y la sensación poco frecuente de sentirse libres de responsabilidades”. Es fácil presumir falacias de todo tipo sin haber visto la obra. ¿El tiempo presente debe estar escindido del mundo moderno? ¿Es necesario un espacio mágico, señalado por el artista, para estar consigo mismo? ¿Quién quiere sentirse libre de responsabilidades y para qué? No importa: la tradición de la performance incluye –casi por mandato– estas contradicciones y aberraciones de la razón, de la misma manera que el cubismo rompió la materialidad de la perspectiva clásica o el fauvismo escandalizó de color. Yo siempre elijo mantenerme atento a la sorpresa y me recuerdo simplemente que pocos artistas que ahora valoramos fueron comprendidos por sus épocas: Shakespeare era un dialoguista jornalero de la Corona, Van Gogh no vendió un solo cuadro, a Modigliani lo estafó su médico.

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No obstante, la persistencia de la pulseada entre performance y teatro me obliga a repensar algo que muy elocuentemente anticipa el programa de BP.15: “Acercarse a una definición de performance es una práctica de lo imposible. Designa una amplia variedad de actos difíciles de discernir. Y en esa indeterminación, como manifestación huidiza y esquiva, radica todo su potencial arrollador.”
Tal vez lo que asuste a los berlineses es que su tradición teatral, pictórica, musical, está hecha de “formas puras”. Toda impureza o mestizaje es percibido como problema. Pero yo me estaría tranquilo: el teatro ha sobrevivido al cine, a la televisión, a internet, a muchas otras formas de contar historias. En esa batalla no ha hecho sino ganar en especificidad y verificar su relevancia en el corazón de las sociedades. El teatro puede enfrentarse a la performance, estudiarla, deglutirla y abusarla, como ha hecho siempre con cada cosa que le han puesto alrededor.
Presencio Under de sí, de Diego Bianchi y Luis Garay, un desopilante ejemplo de escultura humana, un Harrods arrasado por el accidente, el dulce de leche, la mercancía exhibida. Me cruzo con Fabián Casas, que promete reseñar algo en esta misma página. A él le dejo el estupor. Y la gracia.