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opinión

Ajenas al ruido

Las cartas están para extraviarse, para perderse, para crear una temporalidad propia ajena al ruido de la época.

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Nada de lo que va a ser escrito de ahora en más debe leerse como una crítica al Correo Argentino ni al Real Correo de un importante país europeo. Al contrario, a riesgo de avanzar sobre la conclusión de este entretenimiento dominical (¿pero acaso alguien llega hasta el final de estas columnas?) puedo decir que, luego de cierta desazón y tibio malhumor, no me disgustó lo que pasó. ¿Qué pasó? Mandé una carta simple que, creo, nunca llegó a destino. El miércoles 29 de junio me dirigí a la sucursal de Scalabrini Ortiz al 100 para llevar a cabo el trámite. Sabía, porque me habían prevenido, que suele haber mucha demora, gente que envía y recibe paquetes de compras por internet y esas cosas.

Así que, como una especie de secreto homenaje a la situación, para la hora que tuve de espera, me llevé Escribir cartas. Una historia milenaria, de Armando Petrucci (Ampersand, Buenos Aires, 2018) libro que, unos días después cuando lo terminé, me resultó muy entretenido. Al llegar a la ventanilla pregunté cuánto tardaría la carta en llegar. Una semana aproximadamente, me respondieron. Perfecto, pensé, llega en la fecha precisa para encontrar a la persona que debía recibirla. Era una carta sencilla: de una sola hoja, escrita a mano, con la fecha, el encabezado, la firma y, como texto, solo dos palabras. Las palabras absolutas.

Una semana después empecé a esperar alguna señal de que la carta hubiera llegado. No una respuesta también por carta, por supuesto, no solo porque hubiera tardado más de una semana en recibirla, sino porque no había puesto ni mi nombre ni mi dirección en el rémitente (estrictamente no tengo casa y no sabía qué dirección poner). Esperaba entonces algún otro tipo de respuesta, más acorde a los tiempos que corren: un mensaje de texto, una foto por wasap del sobre abierto, no sé, algo así. Pero los días pasaban y nada.

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Hasta que pasó el tiempo en que la carta debía haber llegado o, peor aún, tal vez llegó –por ejemplo hoy, ahora mismo– pero tarde, cuando mi corresponsal ya no se encuentra en esa dirección. Es cierto que a veces no es fácil que una carta llegue a tiempo, pasa por manos previas que suelen demorar la entrega. Por ejemplo, en los clásicos y elegantes edificios de Hammersmith, en Londres, frente al club de tenis, las cartas llegan a la portería, que recién las distribuye por los pisos varios días después. Algo similar ocurre con los guardianes de las gentilhommières en Francia. Por no mencionar las viejas villas mediterráneas, a cargo de caseros temibles (aunque finalmente resulten amables). Tal vez eso fue lo que ocurrió. No lo sé y, seguramente, no lo sabré nunca.

Sé, en cambio, que, luego de la incertidumbre, la ansiedad por la respuesta no recibida, y el enojo solapado, la situación no dejó de atraerme. Al fin y al cabo, las cartas también están para extraviarse, para perderse, para crear una temporalidad propia ajena al ruido de la época, para volver y volver a insistir (en mi caso, se perdió la carta, no el contenido de la carta). Y recordé entonces varias de las mejores correspondencias que leí: la de Hannah Arendt con Heinrich Blücher, por ejemplo, que esencialmente es un epistolario de amor, en el que permanentemente se extravían sus cartas, se ven obligados a reescribirlas, a imaginarse lo que el otro había escrito. El amor en todo se opone a la eficiencia.