De los lanzamientos televisivos, dos me llaman la atención: Star Trek: Discovery, que es una continuación o spin off de la serie que modeló mi relación con el universo. Más allá del casting, el diseño de personajes y la nave, Discovery impresiona desfavorablemente por su trama, que carece del encanto de la original y de cualquier intención de intervenir en el presente. El contexto es una guerra contra el imperio klingon (tlhIngan en el idioma que, como todo el mundo sabe, tiene su gramática, sus páginas en internet, y ochenta dialectos poliguturales que se articulan según una sintaxis adaptable). De entonces hasta ahora ha corrido mucha letra entre los especialistas y en Discovery los klingons hablan durante gran parte de los capítulos en su lengua original. Más allá de eso, todo es bastante aburrido y previsible.
La otra serie se propone como una parodia de la saga Star Trek: se llama The Orville (el nombre de la nave) y fue creada por Seth MacFarlane, quien la protagoniza. Paradójicamente, es más fiel al original: cada capítulo plantea un “problema” contemporáneo. En uno, los protagonistas son secuestrados por una raza superior para exhibirlos en un zoológico. Para rescatarlos, los de la Orville ofrecen a cambio un completo zoológico humano: una colección de más de tres mil reality shows. En otro, una pareja antropo-reptílica de hombres que viajan en la Orville (en esa especie todos los individuos son hombres) procrean una hembra y, de inmediato, solicitan la reasignación de sexo. No revelo la resolución: es impecable. En el último, se propone una sátira de una sociedad cuyo aparato de Justicia se compone enteramente de “Likes” y “Dislikes” que la ciudadanía intercambia con los demás. Con grandes estrellas invitadas (Liam Neeson, Charlize Theron) y tramas bien planteadas, The Orville consigue lo que los dueños de la franquicia no: una rara felicidad y un asombro ante el mundo.