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Apuntes en viaje

Alabados

Por lo general paso frente a los cuadros y las esculturas con bastante indiferencia, a lo sumo reconociendo de vez en cuando una obra que vi en un libro, en el colegio o en internet.

Apuntes en viaje: Alabados.
Apuntes en viaje: Alabados. | Cedoc

Aquí, en Ecuador, a la higuera la nombran en masculino y como a su fruto: el higo. El patio del higo está escondido en uno de los recovecos de La Casa del Alabado, llamada así por la inscripción tallada en la piedra de su frente: “Alabado sea el Santísimo Sacramento. Acabose esta portada a 1 de julio de 1671 años”. El patio está en el corazón de la casa, una higuera frondosa, verde oscuro, con frutos que cuelgan todavía sin madurar. Hay un banco de madera, austero, para sentarse. Es el lugar perfecto para tomar aire, recuperar el aliento, reponerme de la conmoción. Ya recorrí la mitad de este museo de arte precolombino, creo, estoy segura, el museo más hermoso que visité en mi vida.

En los últimos viajes me cuestiono bastante la visita al museo. Me tiene un poco harta la concepción europea de lo que es un museo de bellas artes. Por lo general paso frente a los cuadros y las esculturas con bastante indiferencia, a lo sumo reconociendo de vez en cuando una obra que vi en un libro, en el colegio o en internet. Creo que, excepto por El jardín de las delicias, del Bosco, que visité muchas veces, y las pinturas de Cándido López, todo lo demás no me llama demasiado la atención. Todo lo que encierran estos museos, después de todo, fue creado por personas bastante parecidas a cualquiera de nosotros, más geniales, sí, pero no demasiado diferentes.

Pero entrar al Alabado es una experiencia absolutamente hermosa y radical. Es miércoles por la mañana y antes de empezar mi visita, sería más exacto decir: mi tránsito, tomamos un café con Lucía, su directora, y me cuenta un poco la historia del lugar: la casa en pie más antigua de Quito, tiene unos 400 años, fue casa de familia, almacén, depósito, y desde hace unos años, museo. Luego me deja en la entrada de la primera sala y vuelve a su oficina y su trabajo. Quedo sola y sola entro al silencio que resplandece entre las paredes gruesas. Hay tanto silencio que nadie diría que estamos en el bullicioso y engentado centro histórico.

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Las piezas van desde 4000 a.C. hasta 1400 d.C., el período de dominación inca. Cerámica, piedra, metal. Vasijas con cabezas de animales, animalitos pequeños a los que se les saca sonido, amuletos, figuritas rituales, rostros con labio leporino o tuertos (en estas culturas “los señalados de Dios” al contrario de lo que advierte El juguete rabioso, de Arlt, son gente a la que hay que tener cerca pues son un pasaje de conexión con los dioses). Mujeres con las vulvas perfectamente talladas, los pechos pequeños y duros, o un chamán al que un muchachito le hace una fellatio, un guerrero de arcilla con un traje que parece hecho de plumas, un mono con un collar de perlas, o joyas talladas en huesos humanos o hechas de oro puro… todo flota en las vitrinas, con delicadeza, con un halo sagrado que viene de tan lejos en el tiempo que me emociona profundamente.

Siento de nuevo el asombro y la curiosidad de cuando mi madre le compró a un vendedor ambulante de libros Historia de los incas, aztecas y mayas. Una edición preciosa de tres volúmenes, encuadernados en amarillo, con letras doradas que una vez presté y nunca me devolvieron. Esos libros vinculaban estas culturas con los extraterrestres. Ahora creo lo mismo: no que hayan descendido de ovnis, sino que pertenecen a un planeta que ya no existe, que dejó de existir hace miles de miles de años. Estas piezas son pequeñas constelaciones que nos recuerdan aquel esplendor sagrado.