Hace unos años, con Santiago Loza coordinamos un taller de escritura en la cárcel de Ezeiza. Solo se anotaron chicas trans y un chico que con el correr de las semanas también fue transformando su apariencia, pequeños gestos, detalles, el pelo, una raya en los ojos, finalmente la ropa y el nombre. Charlábamos y ellas escribían sobre sus infancias en pequeños pueblos de Colombia, Venezuela, Uruguay o Jamaica. Todas eran extranjeras. A veces se cansaban enseguida de escribir y preferían contar en voz alta. En sus historias eran nenes maricas que usaban la ropa de su mamá cuando ella se iba a trabajar o a comprar al almacén y también eran nenes que trepaban árboles o jugaban a la pelota en potreros que imagino parecidos a cualquier potrero de acá. Nos juntábamos en el gimnasio del pabellón. Los guardias las llamaban por sus nombres de varón, aunque ellas salían de las rejas montadas en tacos altísimos, maquilladas, con los pelos mejor peinados que los míos. Había un goce sádico en los guardias en llamarlas por el nombre del documento. Tal vez por eso, cuando les propusimos hacer un libro con esos breves relatos, el título que apareció fue Soy mi nombre.
Compartimos varios meses, íbamos cada quince días en una camioneta de la Procuraduría General, salíamos temprano, cuando llegábamos el rocío se estaba levantando y una neblina espesa flotaba sobre los alrededores plagados de lechuzas. Apenas entrábamos el olor era siempre el mismo: a hueso hervido. Una semana una de las chicas dejó de venir porque estaba internada: alguien le había prendido fuego el colchón y la habían dejado en la celda, tenía quemaduras en todo el cuerpo, nos contaron sus compañeras. Otra semana llegamos y estaban adornando el gimnasio pues otra se casaba. Todas estaban terminando sus condenas o las terminarían en los próximos dos o tres años. Todas querían regresar a sus países (en realidad, les acortaban la condena si se iban para no regresar nunca más a Argentina).
Los guardias las llamaban por sus nombres de varón, aunque ellas salían de las rejas montadas en tacos altísimos, maquilladas, con los pelos mejor peinados que los míos
Me acordé mucho de ellas y de sus textos leyendo Una cama limpia para morir, de Mariela Gurevich (editorial Sudestada). Un grupo de travestis tumberas que se amotinan cuando les llega la noticia de que la monja Odilia, la que regenteaba un refugio por el que todas habían pasado alguna vez, se había muerto (“travita salvadora, travita nuestra. Nos vamos a encontrar todas allá, en ese cielo lleno de maricas”). La misión es escaparse de la cárcel para ir a darle sepultura en un momento enrarecido donde hay una peste que está matando a la población y en el que ellas mismas son ratas de laboratorio, objetos de pruebas médicas para encontrar la cura a ese virus que transforma el cuerpo en un montón de llagas purulentas. La novela es habitada a lo largo y a lo ancho por los cuerpos: los hacinados tras las rejas, los avasallados por los guardiacárceles, los violentados por la clientela, los desaparecidos, los asesinados, los intervenidos en nombre de la ciencia y del orden institucional. Hay cuerpos, podríamos decir, como “hay cadáveres”.
Una cama limpia para morir es rabiosamente lírica: lo que tuerce la violencia de la trama es la voz narradora afilada como una faca, luminosa como el glitter que supo abrigar esos cuerpos en noches de fiesta, profundamente humana. Una lengua que se mueve rápido y suena como la música de una pequeña victoria. Ojalá las chicas del taller se hayan podido ir lo más lejos posible de esas paredes sucias, de la burla de los guardias, de ese olor a hueso hervido.