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Poetas

Vimos los campos sembrados bajo la luz de la mañana, del atardecer. Esta vez como vine en micro, pasamos por Zavalla, el pueblo de Diana Bellessi.

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Poetas. | marta toledo

El invierno está helado en Casilda, pero hoy salió el sol. El cielo brilla, azul. Llegué hace dos días, con viento. La primera vez que vine fue hace diez o doce años, a leer. Aquí conocí al poeta Rodolfo Alonso. A la mañana siguiente de la lectura nos topamos en el desayuno del hotel. Me contó una historia preciosa que siempre cuento: cuando era un joven poeta, él y otros compañeros cruzaban desde Santa Fe a Paraná en la balsa (aún no habían construido el túnel subfluvial) para visitar a Juan L. Ortiz. Juanele vivía a orillas del Paraná. Al atardecer salían a caminar por la costa: el maestro hablando y ellos detrás oyéndolo. Pero a esa hora también salen los mosquitos, nubes oscuras, hordas sedientas de sangre. Entonces, me contó Alonso, mientras todos estábamos a los manotazos intentando defendernos de las picaduras, Juanele dejaba que los brazos se pusieran negros y luego, sencillamente, pasaba una mano sobre el brazo y los espantaba sin matar ni uno solo. Todo esto sin dejar de hablar. Me parece una anécdota tan hermosa que la puse en un personaje: a Enero Rey no los brazos sino la espalda se le pone negra de mosquitos, Enero mueve los brazos, mueve el lomo (como los caballos) y los espanta. El gesto del poeta más grande en un personaje ramplón.

Siempre me acuerdo de esa breve charla con Alonso a quien no volví a ver.

Estoy aquí por la Feria del Libro. Ayer tuvimos una charla sobre cine y literatura con Roxana Artal, Yaki Setton, Claudia Masin y Martín Sancia. No habíamos hablado antes del tema, no habíamos intercambiado ideas, sin embargo todos coincidimos en el amor a Favio. Favio, sus películas y sus canciones habían sido parte de la educación sentimental de cada uno. 

Sancia contó que su tío les pasaba Nazareno Cruz y el lobo en un súper 8, sin sonido, les decía que era como la historia de Caperucita y el lobo, les hacía el doblaje, inventaba diálogos, ellos siempre preguntaban por qué Caperucita, Griselda (¡qué linda que sos, Griselda!) no tenía la capa roja. La estaban lavando en el arroyo, decía el tío.

La feria es en el Teatro Dante. En el escalón de la entrada dice la fecha de construcción: 1875. Casilda se fundó en 1870 y apenas cinco años después ya tenía su teatro. 

Hace dos semanas también estuve aquí, en el teatro, en Casilda. Fuimos de acá a Rosario y viceversa varias veces. Vimos los campos sembrados bajo la luz de la mañana, del atardecer. Esta vez como vine en micro, pasamos por Zavalla, el pueblo de Diana Bellessi. A la noche leyó Diana, el pelo plateado de Diana flotaba como una esfera de diente de león en el gran escenario, brillaba contra el telón oscuro. Leyó con esa cadencia que inventó ella. Poemas inéditos que sacaba de una carpetita. No me gusta aplaudir entre poemas, pero era imposible no plegarse a los aplausos porque cada poema era una pequeña maravilla. El último, una gloria. Antes de salir de viaje hablé por teléfono con Estela Figueroa, me leyó algo que está escribiendo, en un momento el texto dice: en el medio de la mesa el caracú, como un postre. No puedo sacarme esa imagen de la cabeza. Eso quiero decir cuando digo que la escritura sucede: esa oración en el texto que está escribiendo Estela.

En un rincón del bar del hotel, Beatriz Vignoli habla con mi amiga Raquel. Bea le dice que los sueños le van a revelar zonas del texto que está escribiendo. Ayer leyó un poema dedicado a Casilda: lo escribí antes de venir, dijo. Trajo el poema como quien lleva una torta o una planta o un vino a una casa cuando va de visita. Yo llegué con las manos vacías.