En los últimos años se volvió frecuente escuchar que estamos ante una guerra inevitable entre la política y la tecnología. Algunos de los principales referentes del mundo tecnológico —entre ellos Peter Thiel— sostienen que ese conflicto ya está en marcha y que su desenlace es previsible: la tecnología va a ganar. Según esta mirada, la política sería lenta, ineficiente, corruptible y emocional; la tecnología, en cambio, eficiente, objetiva, escalable y, sobre todo, superior.
No comparto esa conclusión. Y no solo no la comparto: creo que parte de un error conceptual profundo sobre qué es la política y qué es, en esencia, la condición humana.
La política no es un sistema operativo defectuoso que deba ser reemplazado por uno más eficiente. La política es el modo imperfecto —pero insustituible— que encontró la humanidad para convivir con sus propias contradicciones. Pretender que la tecnología la reemplace es desconocer aquello que la política administra: personas reales, con historias, miedos, deseos, culpas, esperanzas y límites.
La política no gestiona datos: gestiona vidas. Y las vidas humanas no se dejan reducir a métricas sin perder algo esencial.
El error de origen: confundir eficiencia con humanidad
La tecnología es extraordinaria para resolver problemas técnicos. Optimiza procesos, reduce errores, amplía capacidades. Pero la política no existe para optimizar procesos: existe para decidir entre valores en conflicto. No hay algoritmo capaz de determinar cuánto dolor es aceptable, qué injusticia es tolerable, qué sacrificio es legítimo o cuándo una vida vale más que una estadística.
Cuando se afirma que la tecnología va a “ganar”, se presupone que el problema de la política es su ineficiencia. Pero el verdadero problema de la política no es que sea lenta o imperfecta: es que trabaja con lo que somos, no con lo que quisiéramos ser. La política administra la fragilidad humana, no su versión ideal.
La eficiencia puede ser un criterio técnico; nunca puede ser el criterio último de una sociedad justa.
La ilusión de la neutralidad tecnológica
Otro supuesto peligroso es creer que la tecnología es neutral. No lo es. Cada algoritmo expresa una visión del mundo. Cada sistema de datos refleja decisiones humanas previas: qué se mide, qué se descarta, qué se prioriza. La tecnología no elimina la ideología: la encapsula.
Cuando delegamos decisiones políticas en sistemas tecnológicos, no eliminamos el poder: simplemente lo desplazamos hacia quienes diseñan, controlan y auditan esos sistemas. El riesgo no es un mundo sin política, sino un mundo con política invisible, ejercida sin deliberación pública ni responsabilidad democrática.
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La política, con todos sus defectos, tiene algo que la tecnología no puede replicar: la posibilidad de rendir cuentas, de equivocarse públicamente, de pedir perdón, de ser reemplazada.
El factor humano no es un bug: es el sistema
Quienes sueñan con una política reemplazada por la tecnología suelen señalar el “factor humano” como el problema: emociones, intereses, pasiones, errores. Yo sostengo exactamente lo contrario: el factor humano es la razón de ser de la política.
La política existe porque somos vulnerables, finitos y desiguales. Porque necesitamos ponernos de acuerdo aun cuando no pensamos igual. Porque debemos decidir incluso cuando no hay respuestas correctas.
La tecnología puede asistir ese proceso. Puede informarlo, enriquecerlo, hacerlo más transparente. Pero no puede sustituirlo. Una sociedad gobernada exclusivamente por criterios tecnológicos sería, en el mejor de los casos, eficiente y profundamente injusta; en el peor, inhumana.
La política como espacio del conflicto legítimo
La política no es el arte de eliminar el conflicto, sino de tramitarlo sin violencia. El conflicto no es una falla del sistema democrático: es su materia prima. La tecnología no sabe qué hacer con el conflicto moral. No puede procesar el perdón, la reconciliación, la culpa colectiva ni la memoria histórica.
No puede comprender por qué una sociedad decide cuidar a los más débiles aun cuando eso no es eficiente. No entiende por qué una comunidad elige esperar, acompañar o sostener a quien no produce.
Reducir la política a un problema técnico es negar su dimensión más profunda: es el espacio donde una sociedad decide quién quiere ser.
El riesgo de una victoria tecnológica
Si la tecnología “ganara”, no viviríamos en un mundo post-político. Viviríamos en un mundo pre-humano, donde las decisiones estarían desligadas del rostro concreto del otro. Un mundo donde el sufrimiento sería un dato y no un grito. Donde la muerte sería una variable y no una pérdida.
La política necesita cuerpos, miradas, silencios incómodos, palabras torpes. Necesita humanidad. Y la humanidad no escala, no se automatiza, no se optimiza sin perder algo esencial.
No es política versus tecnología
El verdadero dilema no es política contra tecnología. Es humanidad con tecnología o tecnología sin humanidad.
La tecnología es una herramienta formidable al servicio de la política cuando esta conserva su centro: la persona. Pero se vuelve peligrosa cuando pretende ocupar el lugar del juicio humano, de la deliberación ética y de la responsabilidad moral.
Conclusión
Peter Thiel se equivoca si cree que la tecnología va a ganar esta supuesta guerra. No porque la política sea mejor o más eficiente, sino porque la política no es un competidor tecnológico. Es una dimensión de lo humano.
La tecnología puede ganar mercados, procesos y velocidad. Pero no puede gobernar almas. Y una sociedad que renuncia a gobernarse a sí misma, aunque sea en nombre de la eficiencia, empieza a perder algo mucho más importante que una discusión entre política y tecnología: empieza a perder su humanidad.