Murió Stephen Hawking, físico teórico, cosmólogo y divulgador científico que sufrió durante muchos años una grave enfermedad neurológica. La noticia apareció en la primera página de todos los diarios de Occidente: Hawking era una de esas figuras que la humanidad adora amar, porque habla bien de ella como conjunto, aunque los logros de Hawking hayan sido individuales, y su vida, un ejemplo de lucidez y voluntad en una lucha desigual (en inglés, lengua competitiva, la discapacidad se llama handicap o desventaja).
Pero si Hawking pudo comunicarse y trabajar hasta el final, fue gracias a una serie de dispositivos médicos que marcan el progreso de la ingeniería y de la informática. El mal que sufría Hawking, la esclerosis lateral amiotrófica, se conoce también como enfermedad de Gehrig, famoso beisbolista que murió a los 38 años. Hawking vivió 76: el doble. En menos de ochenta años, la tecnología transformó el mundo y eso es lo que también, sin reconocerlo, celebramos en el caso de Hawking, que se dedicaba a ramas muy abstractas de la ciencia aunque tan en expansión como el universo postulado por el Big Bang (aunque no estoy seguro de que el progreso real sea tan tangible allí como en su prima la tecnología).
El día en que se conoció la muerte de Hawking, uno de esos graciosos que abundan en Twitter afirmó que a él no lo conmovía tanto como la de Pedro Aníbal Mansilla (1932-2018), locutor peruano que conducía el inolvidable Modart en la Noche, un programa que en los 60 y 70 trajo a las noches de la radio ese rock que inspiraba a los oyentes. En una escala mucho más acotada y doméstica que la gesta de Hawking, pero tal vez más profunda, la voz de Mansilla remite al tesoro secreto de cierta felicidad colectiva, a una idea instantánea de libertad y progreso humanos. Desafío a escuchar en YouTube la voz de Mansilla detrás de una de las cortinas del programa, el pegajoso In the Summertime del casi desconocido grupo británico Mungo Jerry, y a resistir la euforia que provoca.
Es que el rock fue también una fuente de alegría para la humanidad, que debería felicitarse por haber creado, a partir de distintas fuentes (algunas anónimas), un fenómeno tan poderoso y tan radicalmente innovador de las costumbres. De eso habla, en el fondo, la segunda parte de un libro que alguna vez comenté en esta columna: Vernon Subutex II, de la francesa Virginie Despentes. El personaje central de esta novela adictiva en tres volúmenes (el tercero acaba de ser traducido al castellano y espero conseguirlo cuanto antes) supo ser el dueño de una disquería en París que tenía la música que hacía la diferencia en la vida de sus clientes. En la primera parte, cambios tecnológicos mediante, la disquería cierra y Vernon se queda literalmente en la calle. Pero a raíz de una intriga lateral –unas cintas que deja en su poder un músico antes de morir de sobredosis–, Vernon se transforma en un homeless santo, desprendido de preocupaciones materiales, y que cada vez que pone discos provoca en sus antiguos amigos y clientes una fascinación liberadora, que los hace bailar hechizados y los redime de una vida de insatisfacción y angustia (Despentes es muy buena para retratar esa miseria cotidiana).
Es posible que necesitemos amar a Vernon de un modo más visceral que a Hawking.