—Haré mis cálculos para que fallar sea imposible, señor Caution.
—Y yo lucharé para que el error sea posible.
De “Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution” (1965), escrita y dirigida por Jean-Luc Godard: en Alphaville, ciudad del futuro, la siniestra computadora Alpha 60 habla con Caution, el agente secreto código 003.
En La gran evasión –que es la célebre película bélica filmada en 1963 con Steve McQueen, no la crónica de los mejores trucos para eludir impuestos o lograr que a tus deudas las pague el Estado–, hay una escena de enorme tensión: el comandante Bartlett (Richard Attenborough) y el teniente McDonald (Gordon Jackson) tratan de fugarse con documentos falsos en un micro local, y enfrentan a un oficial nazi que controla a los pasajeros. Bartlett contesta todo y sube, pero McDonald, relajado, cae en la trampa menos pensada. “Buena suerte”, dice el nazi. “¡Gracias!”, responde sin pensar el inglés. Fin de la historia.
Antes de la furia desatada por el Video Assistant Referee –VAR, para amigos y enemigos– y de la histórica remontada de Lanús que dejó afuera de la final de la Libertadores a River, Juan Manuel Lugones, titular del Aprevide, puso en marcha un sistema propio para detectar riverplatenses ilegales, prohibidísimos en tanto público visitante. “Que la gente de River no vaya porque la va a pasar mal”, alertó con talento premonitorio durante los días previos. Y así fue, nomás.
Animado por un espíritu lombrosiano, Lugones increpó a la gente “con cara de River” y la testeó con singular agudeza: “¿Quién es el 4 de Lanús?”. El que no sabía era detenido de inmediato y demorado. Wow. Mientras tanto, el micro que traía al plantel de River –donde todos sabían que el 4 de Lanús era Gómez– era prolijamente apedreado. Una de sus ventanas quedó destrozada.
Cuando River se puso 2-0 arriba, el ambiente se caldeó. Tres personas sin identificación partidaria fueron molidas a golpes en el codo de la tribuna popular y desalojadas. Antes, otro grupo sospechoso que caminaba hacia el estadio fue invitado a hacerse humo. A uno lo internaron con conmoción cerebral y varios fueron atendidos con heridas cortantes o contusiones. Pero no hubo muertos. Qué lindo es cuando las cosas salen como fueron planeadas, ¿no?
Un fenómeno no deseado en estos tiempos vaporosos se produce cuando esas maravillas tecnológicas que se enchufan o llevan batería, sean iPhones o pantallas HD, terminan siendo más inteligentes que sus propios dueños. Pasa.
A fines del siglo XIX, Oscar Wilde fue invitado a conocer un invento que lo cambiaría todo: el teléfono. “Si descuelga el tubo que cuelga, lo lleva a su oído, y acerca su boca al cono, usted podrá hablar con quien quiera, ¡hasta con la costa oeste! ¿No es genial?”, se entusiasmaban a su lado. Wilde, irónico, sin derrochar emociones, suspiró, y dijo: “Hablar, pero ¿hablar sobre qué?”. El secreto, muchachos, sigue siendo el contenido, jamás la forma.
Aun a riesgo de ser calificado como antiguo, troglodita o “detenido en el 45” –cosas que, por supuesto, sucedieron–, nunca me cayó simpática la intervención de la tecnología en el fútbol. Para mí, si algo perfecto tiene ese invento inglés que tanto indignaba a Borges es, precisamente, su falta de perfección.
El juego existe gracias al error; y si los sistemas estratégicos fuesen tan infalibles, todos los partidos terminarían cero a cero, como afirmaba desde las matemáticas Adrián Paenza. Eso que llaman justicia es previsibilidad, algo que sólo es bueno para la economía, dicen algunos a los que les creo más bien poco.
No me parecería mal una cámara que apunte a las líneas, para saber si fue gol o no, si estaba adentro o afuera del área. Y basta. Si mañana inventan un sistema que robotice a los jugadores y les sume puntería perfecta, sería una catástrofe.
El problema del VAR para interpretar diferentes jugadas es sencillo: la decisión no es tecnológica, depende de la subjetividad humana. El Ojo de Aguila del tenis define los puntos gracias a dos elementos claves: a) toda la discusión se centra en la huella del pique y la línea: no hay dudas, no hay intención, se trata de un choque entre dos cosas-en-sí; b) el tenis, como el boxeo o el béisbol, son deportes llenos de pausas, algo que para el fútbol es fatal. Lo desnaturaliza.
No me refiero, obvio, a la pisadita riquelmeana. Hablo de un corte de luz en una rave, o un balde de agua helada en pleno sexo salvaje. Eso. Un árbitro dibuja un cuadrado en el aire, trota hacia ese cajero automático atendido por la malvada computadora Alpha 60 de Alphaville, y regresa humillado, como un cadete que trae la cédula judicial que lo condena o lo aprueba con un 4. Es… ridículo.
Vivimos una época de tan pocas certezas que quien afirme algo con cierto énfasis y rostro pétreo tendrá media carrera ganada, aunque lo que diga sea falso o inverosímil. Y vaya si funciona aquí. Siete caballeros dedicados a la contemplación no advirtieron el paso de un rinoceronte en un living. Tampoco la mano de Marcone –un detalle, en un contexto tan favorable a River–, ni el codazo de Román Martínez.
Hace unos años, los japoneses crearon un programa de ritmo que sonaba exactamente como una batería. Era perfecto. Pero cuando lo usaban no quedaba bien; era frío, molestaba. Lo analizaron y, por fin, descubrieron lo que pasaba. Le faltaba “error humano”. El efecto de la fatiga muscular que ralentiza el tempo de manera imperceptible, pero que afecta el resultado final. Necesitaba imperfección. La cargaron y entonces sí, quedó perfecto, como tocado por un humano.
Prefiero un juego lleno de imperfección, dudas, misterios, alguna injusticia y la polémica posterior. Es más divertido y no daña a nadie.
Porque sumarle error humano –si existiera o existiese– a una coyuntura trágica que puede afectar la vida de millones ya es otra cosa, compatriotas; y eso nada tiene de divertido, ni de juego.