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Amores de verano

En mi casa de la infancia había un disco de Leonardo Favio. Le cupo sin dudas un papel primordial (junto con el de Roberto Carlos, el de Sandro y el de Eydie Gorme y el trío Los Panchos) en mi primera e incipiente educación sentimental.

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En mi casa de la infancia había un disco de Leonardo Favio. Le cupo sin dudas un papel primordial (junto con el de Roberto Carlos, el de Sandro y el de Eydie Gorme y el trío Los Panchos) en mi primera e incipiente educación sentimental. Supongo que proviene de ahí mi concepción específica de los amores de verano (para el Amor de primavera, de Tanguito por Spinetta, me faltaba bastante todavía). La convención general les asigna a los amores de verano un carácter episódico, contingente, pasajero, muy volátil (“flores de un día son”, podría decirse, a la manera de esos otros amores, los Amores de estudiante, que cantó Carlos Gardel). Al verano, que abarca los mismos tres meses que las otras estaciones, se lo imagina como si durara menos, como si pasara más pronto. Y los amores que allí acontecen, en la ligera eventualidad de un viaje o de unas vacaciones, parecen cargarse de ese mismo carácter efímero, intenso pero evanescente.

Fuiste mía un verano, cantaba por su parte Favio, recio y a la vez desgarrado, y luego especificaba: “solamente un verano” (el Solamente una vez del bolero mexicano me llegaría un poco después, aunque no por la mejor vía: el disco El amor, de Julio Iglesias, que tenía enloquecida a mi abuela). Lo pasajero del amor de verano no se resuelve, sin embargo, en el imaginario festivo de un donjuanismo estival; lejos de eso, no provoca otra cosa que tristeza, desazón por lo perdido, la imposibilidad de olvidar: “Yo no olvido la playa / ni aquel viejo café”.

¿Amor pasajero? Sí, en cierto modo; pero al mismo tiempo, amor fijado, definitivo, indestructible, indeleble.

De ahí el sufrimiento: el verano ya pasó, la historia de amor ya terminó, y el sentimiento del amor empero persiste. Imposible dejarlo atrás con un nuevo amor: “Cada piba que pase/ con un libro en la mano/ me traerá su nombre/ como en aquel verano”. Aquel verano, lo mismo que aquel amor, es eso que, aun habiendo pasado, permanece y no se va.

Algo después llegarían para mí las clases de guitarra de los sábados a la mañana. Que aunque me arrancaban, no sin crueldad, de los partidos de fútbol en la calle con los chicos de la cuadra, me depararon no obstante joyas como la Tonada de  un viejo amor”, de Jaime Dávalos y Eduardo Falú. Tan bella que sobrevivía a mi abulia de cantor forzado, mi rasguido criminal, mis dedos siempre mal puestos en las cejillas. Otro amor de verano: “Y nunca te he de olvidar/ en la arena me escribías/ el viento lo fue borrando/ y estoy más solo mirando el mar”. De nuevo lo pasajero, de nuevo lo que se pierde, esa escritura en la arena que el viento no tarda en borrar; y a la vez, junto con eso, el olvido imposible (más el hecho sorprendente de la letra que empieza con “Y…”: no empieza sino retomando, volviendo a algo que estaba desde antes y que va a perdurar después. Ineludible en esto es, por supuesto, el bolero: “Y…”, de Mario de Jesús).

¿Cómo no conmoverse al cantar y al escuchar: “Yo sé que no vuelve más / el verano en que me amabas”? El amor conjugado en pretérito imperfecto, el durativo; que es a la vez amor ya concluido, amor que se terminó. Se terminó y no vuelve más (igual que en Leonardo Favio: “Sé que nunca más”), lo mismo que aquel verano. Al ciclo del eterno retorno de las estaciones se opone la idea de un verano único, tan único como los amores únicos, que no vuelven ni volverán.

El amor pasional, el de la sentimentalidad plena, está siendo bastante hostigado últimamente, en favor de una modalidad más de pragmatismo y desapego, sin afección ni involucramiento. Pero raramente también el amor ocasional, el de la seducción abierta y el acceso franco, está siendo fuertemente desalentado desde una impensada represión moral. ¿Será por eso, me pregunto, que ando pensando ahora en estas canciones de amores de verano: los que pasan pronto y los que no pasan jamás, los que se pierden y los que no se pierden? Será por eso, sí, probablemente. Aunque es también, y espero que la confesión se me permita, por otra cosa. Es por el amor de A., es por el amor con A., que nació, como ella, un mes de enero, y al que quiero, como a ella, para siempre.