Desde que mi novia de la secundaria me regaló Big Science, Laurie Anderson fue para mí no sólo un modelo a imitar, sino la encarnación de cómo debía funcionar el mundo, o la relación entre el arte y el consumo (lo cual, en mi caso, es el mundo).
Bastante hinchapelotas elegir como modelo a una excepción, no sé por qué lo sigo haciendo. Bruce Robinson, Cronenberg, Thomas Pynchon: me interesan las personas que consiguen cierto grado de popularidad cuando parecen buscar exactamente lo contrario. Siento que las obras que nos ofrecen son más genuinas, aunque esto no sea necesariamente cierto. O quizás lo que me aterra es aceptar un mundo en el cual las excepciones estén condenadas de antemano.
En un año electoral, la excepción es anatema. De aquí a octubre nos ganará la idea de que a la gente hay que darle lo que nos imaginamos que quiere que le demos a partir de lo que dicen que quieren respondiendo a lo que creen que el que les pregunta quiere oír. De ese trabalenguas de malentendidos salen las mentiras que escuchamos todos los días, y no de un plan maquiavélico. Los candidatos de hoy no mienten por maldad: mienten porque no les queda más remedio. Y los más eficaces serán los más ineptos, la segunda línea, porque quienes apoyaron abiertamente diez años de totalitarismo no van a poder mentir tan fácil. Nuestro destino electoral se dirime entonces entre nazis conocidos, que ya no pueden mentir mucho, o sus socios más mediocres, que pueden eludir su responsabilidad porque nadie los conoce. La excepción (Carrió) no es recompensada. Esto pasa en otros ámbitos, no es una singularidad de la política argentina. Me gusta más mi mundo en el cual la excepción toca el violín y te cuenta cuentos y la gente paga la entrada porque le gusta.
Acompañé la obra de Laurie Anderson durante dos décadas, la fui a ver cada vez que pude. No me aburrió nunca, pero con el cambio de siglo le pasó algo raro: empezó a decir lo que se suponía que había que decir. Su obra —casualmente en paralelo con nuestros problemas durante la década ganada— se fue infectando de preocupaciones políticas: la guerra, las amenazas sobre la libertad. Su comentario social, que antes era ambicioso y sorprendente, se empezó a parecer demasiado a los editoriales del New York Times. Incluso después de una residencia en la NASA, Anderson contaminó un show íntimo y lírico con comentarios sobre la administración Bush que —aun coincidiendo con ellos— arruinaban el efecto de mil velitas prendidas sobre el escenario. Este proceso culminó en Homeland, un espectáculo tautológico en el que las opiniones políticas eran tan ensordecedoras como los subwoofers que apenas te dejaban escuchar lo que ella decía.
Esta transformación me irritaba cada vez más porque la veía como un reflejo de mis propios problemas. Lo que hago acá es amateur, no soy un comentarista político, con suerte pienso en voz alta. Mi preocupación es el arte: ¿cómo se hace arte para gente que no es libre? Si ignorás el problema sos cómplice, y si estás obligado a incluirlo sos víctima. Mi resistencia inicial a que esta cuestión se filtrara en el arte se convirtió en un desafío: si el nazismo nos dio El tercer hombre, Ser o no ser y Casablanca, ¿cómo no vamos a poder con el kirchnerismo? Pero a Laurie Anderson no le estaba funcionando.
Recibí con temor la noticia de que Anderson iba a colaborar con el Kronos Quartet en su nuevo espectáculo. Quiero pedirles que si pueden se tomen un avión para ver Landfall en Texas —la única función que queda— porque es lo mejor que me pasó este siglo. Laurie Anderson se liberó. Después de una década —su década perdida— sacó de la galera 70 minutos con más ideas musicales que en todos los discos que escuché este año. Además, inventó un software que convierte la improvisación de un violinista en texto, y otro que genera sonidos que yo no sabía que existían. Anderson fue y volvió, mejorada. Se puede hacer. Alguno de nosotros, no sé cómo, también va a poder.
*Escritor y cineasta.