La prisión preventiva es una herramienta que tienen los jueces cuando temen que el imputado se fugue o entorpezca de alguna manera la investigación. Eso es lo que dice la ley. Pero en la Argentina generalmente no se usa con esos fines. A veces funciona como elemento de disciplinamiento social por cuestiones políticas, otras para encerrar a personas vulnerables en nombre de la “inseguridad”, en algunos casos de modo desproporcionado.
Según el Grupo de Trabajo sobre la Detención Arbitraria de la Organización de las Naciones Unidas, una prisión preventiva es arbitraria cuando “… es basada en la gravedad del delito y no en las circunstancias personales de la persona sospechosa, particularmente del riesgo de fuga o de que pueda afectar las pruebas o el buen desahogo del proceso penal…”.
El caso de Milagro Sala revivió el debate sobre el uso injusto de la prisión preventiva. Demostró que el encierro en algunas oportunidades puede ser reducido a una simple medida de seguridad: un objeto se desplaza desde la sociedad hacia la prisión. No se repara en que hay una vida, una historia, una biografía. No obstante, la prisión es un cambio dramático. Supone el corte del vínculo con la sociedad, con los seres queridos, con la chance de realizar un plan de vida. Afecta para siempre la subjetividad.
Estamos en vísperas de Año Nuevo y nuestras cárceles están llenas de gente que debería estar comiendo un pan dulce con sus familias. Básicamente porque el sistema judicial argentino suple con la prisión preventiva su ineficacia para juzgar los delitos. La reacción general del Estado argentino frente a la inseguridad es el castigo, casi siempre sin juicio, antes que la prevención o la condena.
M tiene 56 años. Es uruguaya, cambió su identidad y sobrevive en la calle: a veces vende drogas y a veces se prostituye. Está sola, no tiene domicilio, tampoco consigue trabajo fijo. El 23 de noviembre de 2016 la detuvieron en una esquina vendiendo. Tenía 0,42 gramos de cocaína y 2,49 gramos de marihuana. De acuerdo a la Corte Suprema, si esa cantidad la hubiese tenido en un lugar privado, su conducta no sería reprochable por escasa cantidad. Pero como la tenía en la calle, sí. El juez la procesó por tener drogas en su poder para vender. Además, le dictó la prisión preventiva en base a un razonamiento sencillo, pero cruel. Según el magistrado, como M no tiene domicilio, es probable que entorpezca el trámite de la causa.
Hay muchas M en las cárceles. Son todos casos distintos pero parecidos. Personas vulnerables, sin posibilidades de conseguir un trabajo y que sobreviven como pueden. Al no tener domicilio, la Justicia las encarcela. Irónicamente, personas que cometen delitos más graves, pero pertenecientes a un estrato social mayor, esperan en libertad un juicio que a veces nunca llega.
Pensemos en los casos de figuras del gobierno anterior que fueron procesadas por corrupción durante este año y están libres. Por ejemplo, Cristina Kirchner, Aníbal Fernández, Amado Boudou, Julio De Vido, Ricardo Echegaray, etc. El problema no es la prisión preventiva como herramienta, sino su uso, que cae como una espada sobre los más pobres. Paradójicamente, quien tiene dinero, casa y trabajo no va preso, no importa la magnitud del delito.
Quizá podríamos pensar que una mirada sobre quienes habitan las cárceles nos ayudaría a comprender cómo hemos construido colectivamente una Justicia injusta. Las cárceles están llenas de pobres. Es muy probable que si hubiese juicios justos, cada uno comería el pan dulce donde lo debiera comer. Los corruptos en la cárcel y algunos presos actuales en libertad. Seguramente el pan dulce navideño de todos los ciudadanos tendría otro gusto, sin sabor a impunidad e injusticia.
*Fiscal federal. **Periodista y politóloga. Autores de La cara injusta de la Justicia, Paidós.