Vale releer en estos días Las cinco dificultades para decir la verdad, un texto de Bertolt Brecht del año 1934. Alumbrado en el contexto del triunfo nazi en Alemania, comenzaba con este tajante enunciado: “El que quiera luchar hoy contra la mentira y la ignorancia y escribir la verdad tendrá que vencer por lo menos cinco dificultades. Tendrá que tener el valor de escribir la verdad aunque se la desfigure por doquier; la inteligencia necesaria para descubrirla; el arte de hacerla manejable como un arma; el discernimiento indispensable para difundirla”.
Pienso que esta agenda es de particular urgencia en el actual contexto argentino. No –me apresuro a aclarar, y eso es parte del problema– porque vivamos como en una dictadura, como se desgañitan algunos, ni debido a la opresión de los medios, como aúllan otros. Me refiero a las formas que ha adoptado el intercambio político, que aun en plena libertad de expresión ha consolidado un contexto agobiante por simplificador y que ya evidencia su nocividad. Todos los enunciados y gestos son clasificados en uno de los dos casilleros a los que se han reducido las categorías del pensamiento: el “Gobierno” y la “oposición”. Lo advierte Brecht, las dificultades son enormes “para los que escriben bajo el fascismo, pero también para los exiliados y los expulsados, y para los que viven en las democracias burguesas”. Desde un contexto histórico específico, el escritor describe una situación de asfixia cultural que obliga a tener presentes esas cinco dificultades y aguzar el ingenio para resolverlas.
Ser crítico, en uno u otro sentido, se ha transformado en pasaporte para la pérdida de amigos y espacios de intervención. El resultado es la construcción de un pensamiento endogámico. Una circularidad que nos lleva a aislarnos o a hablar “sólo con los del palo” tras una serie de comentarios-contraseñas para evitar arruinar una cena o perder un trabajo. Y ya sabemos qué sucede cuando el agua se aquieta: se estanca.
Desde la muerte de Nisman, cualquiera que haya sido la causa, está en juego algo mucho más importante que la desorientación patética y gritona del oficialismo y el obsceno carroñeo de algunos de sus adversarios. Pero ese nuevo combate se produce en el empobrecido contexto del binarismo. La retórica gubernamental –el gobierno es de todos– es innecesariamente excluyente y polarizadora. Los barroquismos de algunos de sus intelectuales orgánicos parecen más para la mera autocomplacencia que para la construcción política. Espejan el pensamiento reaccionario disfrazado de republicanismo de algunos de los que fogonean la marcha, o que vieron en Nisman a un Matteotti. Nadie habla para convencer, sino para la tribuna. De allí la peligrosidad del momento: la facilidad para rotular, escrachar, estigmatizar; la ligereza con la que se agitan aguas profundas de nuestra cultura y nuestra historia para ganar el día se alimenta de esa búsqueda de la reafirmación como verdadero de lo ya sabido y asumido como propio y justo. No construye, sólo preserva.
Vale la pena preguntarse, en una mirada de largo plazo, qué sector social es el que lleva las de perder en este contexto. Sobre todo porque la “derecha” (qué querrá decir esto hoy) y sus voceros de turno hacen lo que hicieron siempre. Pero, para parafrasear otra vez a Brecht, se han apropiado de nuestras palabras (democracia, justicia, memoria) hasta volverlas irreconocibles. El “progresismo” (qué querrá decir esto hoy) debería pensar acerca de cuán funcional ha sido a que esto suceda con su gestualidad durante estos años.
En este contexto, es difícil defender los espacios para la crítica (o para el apoyo crítico), pero es justamente lo que hay que hacer. Esto no significa ser tibio, o relativista, o negador de los conflictos, sino más bien la idea de que no se construye poder popular sin aceptar exponernos a ella. Tampoco es aceptable la extorsión de que no se pueden criticar conductas, posiciones o manipulaciones del pasado “para no hacer el juego al enemigo”. Muchos símbolos queridos por todos han devenido patentes de corso. La actual exposición pública de las contradicciones del oficialismo es una evidencia del escasísimo diálogo interno.
Recuerdo una memorable intervención de David Viñas en la que reivindicaba la condición de “aguafiestas” de Rodolfo Walsh, por oposición a los lugares de enunciación políticamente correctos y agradables al oído de los propios, pero que no cuestionan nada. Aguar una fiesta, en ocasiones, puede ser, necesariamente, entristecerla. Y del procesamiento crítico de ese sentimiento negativo, opuesto a la alegría como el silencio se opone al bullicio, puede surgir la indignación necesaria para modificar las cosas. Hay que defender, aunque sea ingrato, ese derecho a la tristeza por oposición al bullicio autocelebratorio que acalla el bajo continuo de algunas de nuestras miserias. Estas en algún momento afloran, como en La máscara de la muerte roja, aquel cuento de Poe, el desestabilizador.
*Historiador.