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Antídotos

La guerrilla mediática descerrajada por Hugo Chávez en Caracas resulta ser una noticia vieja para el gobierno de la Argentina. Es una metodología que vienen usando aquí desde el remoto 2003.

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La guerrilla mediática descerrajada por Hugo Chávez en Caracas resulta ser una noticia vieja para el gobierno de la Argentina. Es una metodología que vienen usando aquí desde el remoto 2003, cuando incubaron el primer foco. Vienen apretando el acelerador desde 2006. A estas alturas, la noción primitiva del régimen de Venezuela, consistente en “concientizar” al pueblo de manera imperativa, con batallones de pioneros juveniles encamisados de rojo, remeda lo que en este país ya se hacía pero se viene agravando con el pasar de las semanas.

La prueba de esa decisión oficial se patentiza en el blanqueo que hizo Aníbal Fernández días atrás, cuando se calzó para la foto oficial una camiseta decorada con la figura de una persona a la que están violando por vía anal mediante un clarín. No es sólo un metálico clarín, claro, es el Grupo Clarín. Intelectual lacaniano de raigambre quilmeña, el contador Fernández cree en el valor simbólico disuasivo de las violaciones.

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De la Casa Rosada salen los fondos para que la blogosfera oficialista se empape de propaganda pro gubernamental. Al igual que en la caldeada Venezuela de Chávez, en la Argentina estas batallas son impulsadas por una intensa y fervorosa militancia.

Ya no hay maquillaje ni sutilezas. Tristán Bauer, el director de Canal 7, admite desde uno de los diarios de la Casa Rosada que “el Gobierno expresa el rol del Estado en este nuevo proceso, el de transformación social”. “Para mí, para nosotros –blanquea–, nuestro modelo, sin lugar a dudas, es el de Evita”. Reitera: “este canal tiene que ser (…) como fueron los hospitales de Evita”.

Para las actuales autoridades de este país, ahora mismo se libra una batalla cultural e ideológica sin precedentes y en ella habrán de invertir todos los recursos y esfuerzos. Han creado para ello una cadena de medios oficiales y seudo privados de proporciones colosales. En los aviones de Aerolíneas Argentinas y Austral las azafatas sólo reparten El Argentino o Gaceta del Cielo, editados por los responsables del vasto entramado mediático alimentado con los fondos del Estado. No se reparten más a los pasajeros otros medios, ni siquiera Página 12. A bordo de los aviones de la empresa, además, se entregan a los pasajeros dos brillosas fly magazines, revistas de a bordo, llenas de buenas noticias oficiales.

Pero no todos juegan el mismo juego y con los mismos criterios. Aunque en programas como Le doy mi palabra (martes a las 22, Canal 26) no se presentan funcionarios oficiales de alto rango (que tienen exclusividad con C5N y Canal 7), el ciclo conducido por Alfredo Leuco confronta semanalmente, en cambio, portavoces o amigos del oficialismo, pero de menor rango, con voces opositoras. Han desfilado Recalde, Forster, Piumato, los hermanos Rossi, Gullo, Depetri, Ferrer, Pérsico, Heller, Sabatella,

Coscia y Conti, entre otros. Nada similar ocurre en la otra vereda: ¿alguien se imagina voces opositoras en los programas de propaganda producidos por Diego Gvirtz para la Casa Rosada?

Sucede lo mismo con medios gráficos. Jorge Fontevecchia les ha consagrado reportajes extensísimos en este mismo diario a intelectuales del Gobierno, como Forster, González y Feinmann. Esta semana, el novelista Guillermo Martínez denunció desde la primera página de La Nación, un diario vituperado por el oficialismo desde 2003, que la clase media está enferma de “gorilismo” anti K y la semana anterior, Miguel A. Pichetto se valió de la sección opinión del escarnecido Clarín para defender de manera extensa (y pedestre) a los DNU del Gobierno.

Nada similar podría suceder en el arco oficial, que vive enguerrillado en jihad santa contra una venenosa conjura reaccionaria.

Se entiende. Son vástagos remotos, pero leales, de los incendios de los años setenta. Cuando la violencia re-volucionaria de aquella época se hizo explosiva, el razona-miento de los cuadros de la vanguardia era que las clases populares y las capas medias empobrecidas padecían una colonización mental provocada por la cultura dominante y los medios de la burguesía. Era la época en que imperaban las lecciones del semiólogo belga Armand Mattelart y su noción de que el Pato Donald y Superman eran los arietes del imperialismo yanqui.

En consecuencia, doblegados por la astucia y la potencia de las ideas reaccionarias, hombres y mujeres del pueblo debían ser des-enajenados de la ideología burguesa porque habían desarrollado una “falsa conciencia”. Por eso, el ERP tomaba cuarteles a sangre y fuego y los Montoneros asesinaban dirigentes sindicales aun cuando Perón había llegado a la Casa Rosada en elecciones libres. Las “vanguardias” se sentían justificadas en su praxis de ame-tralladoras y alegaban que el pueblo ya las iba a “entender”.

Hoy, por suerte, el protagonismo no proviene de las armas de fuego, por ahora al menos. Pero la noción de que los medios de comunicación deben ser frontal y activamente combatidos y los periodistas e intelectuales que en ellos se expresan deben ser escarnecidos y denunciados sistemáticamente, no sólo expresa una de las vigas argumentales del siempre vigoroso fascismo de izquierda. Es una metodología, esencialmente aristo-cratizante y belicosa: hay que depurar las cabezas de los equivocados, hay que “esclarecerlos” (concepto clave de los años setenta) con la prédica de la era revolucionaria.

No creen en el debate abierto. Son así. No sólo no quieren escuchar. Quieren que se tapen o atenúen las voces que, según ellos, pretenden destituir a las autoridades. Esta semana, un decano de la UBA, Rubén Sergio Caletti endosó con entusiasmo los programas de la TV oficial que se dedican cotidianamente a escrachar periodistas sentenciados como enemigos. Juzgó el funcionario que esos productos son buenos y adecuados “antídotos” para lo que denominan la “desmesura” de los medios no succionados por el Gobierno.

La gladiadora todo terreno Diana Conti no se equivocaba, ni estaba descompensada, cuando hace pocas semanas me bramó por TV su portentoso: “¡Sí, soy stalinista! ¿Qué tiene de malo ser stalinista?”. Le salió de adentro.


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