Son fenómenos que sacuden, transcurren y se olvidan. Calamidades naturales, desastres ecológicos, terremotos económicos y espasmos de locura financiera acontecen ante líderes democráticos convertidos en espectadores, sin capacidad ejecutora para afrontar magnas imprevisibilidades. Es una época de notables sismos políticos y culturales que remodelan la naturaleza del tiempo que se vive y la sociedad en la que se nace y se muere.
Son hechos no controlados por los estados. La innovación tecnológica impone un desafío abrumador a la política entendida como sistema civilizado de gestión de la cosa pública, en libertad y con prosperidad. Si la libertad no produce prosperidad o, al menos, no reduce la brecha social evidente en sociedades tan brutalmente desiguales como la argentina, estalla y es suplantada por un decisionismo tolerado pese a incluir una formidable corrupción, como sucede en este país.
Experiencias más actuales y estimulantes patentizan, empero, que por encima de la destrucción y maldad que caracterizan llamativamente a diversas pestes contemporáneas, la aparente lentitud de las democracias siempre supera y mejora la ilusoria ejecutividad de los autoritarismos.
Si algo ratifica el pantano de la debacle financiera de Grecia y la vulnerabilidad del entero edificio de la Unión Europea es la naturaleza objetivamente independiente que los fenómenos destructivos tienen, al menos de cara a lo que puedan hacer sus víctimas, como sucede con la espantosa crisis ecológica provocada por la British Petroleum en el Golfo de México. A estos episodios se suman ataques terroristas como el que los Estados Unidos conjuraron la semana pasada en Nueva York. Esos co-ches-bomba no son la respuesta de los pobres del mundo a las maldades del capitalismo. Expresan el desafío tangible y evidente que la barbarie plantea a la humanidad. Son epidemias espantosas que acontecen en esta etapa de la globalización.
Estos tiempos crudos e inasibles son un reto para quienes históricamente han propuesto libertad con justicia, como lo verifica la situación de los socialistas españoles y los laboristas británicos; aunque no están exentos de la incerti-dumbre países más conservadores, como Alemania, Francia e Italia.
Esta época abre puertas en la Argentina para reconsiderar y apreciar con ojos más propicios, determinados momentos del pasado inmediato, tarea más provechosa que los fastos ridículos y agraviantes de un Bicentenario copado por el miniturismo y el oportunismo político más ramplón. ¿Ciclo fértil para potenciar la honestidad pública y una clara opción por la búsqueda de consensos democráticos? No hay razones para ser especialmente optimista ante el primiti-vismo retórico reinante, aunque hay una reconsideración de valores civiles nobles que recuperan significado tangible, pero son, por ahora, culturalmente invisibles ante cierta amnesia popular.
¿Cómo quieren los argentinos que funcione el país? Un tramo grueso de la sociedad adora lo que se presenta como capacidad de gestión y digiere sin dramas la severa dieta de retórica que acompaña esa musculosidad gubernativa. Este es el conflicto más serio para el futuro inminente. ¿Están los argentinos resueltos a convivir con un funcionamiento lubricado de las instituciones, o en cualquier momento justifican manotazos y sacudones de pequeñas muchedumbres audaces?
En ese columpio se hamaca la sociedad argentina ahora mismo, entre la noción de que el gobierno de la ley es una tontería de formalistas enemigos del pueblo, y el acatamiento de los impulsos de la horda, justificados como resistencia al satanizado y en esencia hoy mítico “neoliberalismo”.
Por eso es urgente elaborar nuevas formas y códigos de cultura política, no “tolerancia”, sino algo muy diferente y más legítimo, que dome la muy argentina voracidad de poder, nuestros proverbiales excesos emocionales y su correlativa intemperancia civil. Se trata de abandonar el estado de ira sacralizado prevaleciente en estas comarcas, la farsa de una supuesta “falta de hipocresía” predicada por quienes hoy mandan y reivindican ideológicamente la pugnacidad permanente.
Estos siete años han dejado en la Argentina un sedimento dañino, la ilusión de que el ruido de las bataholas equivale a “debate” porque –barruntan– “volvió” la política.
En los 64 años desde la llegada de Perón al poder (1946), la Argentina no se instaló en la virtuosidad democrática. Hubo tres largos períodos justicialistas: diez años y medio de Menem (1989-1999), nueve años y medio de Perón (1946-1955) y siete años de Kirchner (2003-2010), hasta ahora. Si se suman el año y medio de Duhalde (2002-2003) y los dos y medio de Cámpora, Lastiri, Perón e Isabel (1973-1976), el peronismo ha gobernado este país 31 de estos últimos 64 años. Las Fuerzas Armadas manejaron el poder directamente durante quince años (1955-1958, 1966-1973 y 1976-1983). Los gobiernos del movimiento fundado por un militar y los directamente castrenses ocuparon 46 de los últimos 64 años de la Argentina. Esos regímenes han ocupado la Casa Rosada el 72 por ciento de ese tiempo. Los otros 18 años vieron pasar a Frondizi, Guido, Illia, Alfonsín, De la Rúa, surgidos de la matriz del radicalismo y todos inconclusos por diferentes golpes, presiones y asonadas.
Ahora se impone en la Argentina un patrón tenazmente antiliberal, no sólo respecto de un acotado liberalismo de mercado (mero liberismo ramplón y mercantil), sino como discurso cultural atrasado, autoritario y esencialmente demagógico.
Descalificado sin atenuantes, el pensamiento que enfatiza sobre todo la libertad individual devino insulto y alusión peyorativa. Si entre 1989 y 1991 se plasmó el derrumbe del llamado “socialismo realmente existente”, esa derrota material se metamorfoseó curiosamente luego, ante el retroceso de las ideas de mercado desde 2002.
Aunque no es el único país en vivirla, la Argentina exhibe en este sentido una notable compulsión al atraso. Seguimos discutiendo temas antiguos y, encima, lo hacemos con instrumentos obsoletos.
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