COLUMNISTAS
un país sin fe

Apocalípticos y desintegrados

La vida democrática pide unos lazos en común y una colaboración para resolver problemas. Aquí no tenemos eso.

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'Nos los representantes de la Nación...' | Pablo Temes

Salvo por circunstancias excepcionales, los países no desaparecen. Una guerra, una anexión, un proceso revolucionario, pueden hacer que un país, o, más bien su nomenclatura, deje de existir o pase a ser parte de otro territorio. Quedarán allí sus hábitos culturales, sus diferentes lenguas, sus próceres profanados y sus poblaciones más o menos asimiladas a la nueva situación.

Más frecuente, aunque no tanto, es que los lazos comunitarios -aquellos signos que hacen a la vida social y cultural de un país- se debiliten, a punto tal que pongan su propia existencia en discusión. Hace demasiado tiempo, que la Argentina está en esta segunda situación. Por muchas razones y con diferente peso en la responsabilidad, nuestro lazo social se ha debilitado lo suficiente como para hacernos dudar de las posibilidades de su restauración. La falta de diálogo, las dificultades para encontrar políticas estables, la construcción dicotómica y totalizante de los campos culturales y sociales, la consolidación en el tiempo de enormes espacios de desigualdad y un discurso político autoreferencial y alejado del pulso ciudadano, han conformado un escenario de falta de afecto por lo común y de confianza en el otro, que debilitaron el sentido de comunidad.

Por razones institucionales, el peso de la mayor responsabilidad de este estado de cosas recae naturalmente sobre quienes administran los asuntos públicos; pero al tratarse de una manifestación más amplia y extendida y que reclama ser vista y analizada como un fenómeno de naturaleza cultural, el compromiso es compartido necesariamente con el resto de la sociedad.

Hoy, esta desintegración se manifestó ostensiblemente en dos momentos: uno protagonizado por los decisores políticos y, otro, por la opinión pública.

La versión 2022 del Censo viene con aditivos. Su posposición por la pandemia más algunos equívocos suscitados por una comunicación no del todo aceitada, generaron un clima particular que dio espacio a que parte de la opinión pública expresara, en redes y también en otros foros, una serie de críticas marcadas por la hipótesis de la desintegración. El Censo tiene, claramente, algunos puntos atacables desde su confección y resulta claro que tuvo serios problemas de cobertura. Existe un sesgo que confirma la tendencia a sobreestimar la cuestión identitaria desde un temperamento específico, y, en sentido técnico, algunas de las preguntas están mal formuladas y no son todo lo excluyente que debieran, o no contemplan situaciones que son hoy muy habituales, sobre todo en la dimensión educativa. Por otro lado, la trazabilidad de los datos con la posibilidad de vincularlos con la identidad de los ciudadanos es también un problema serio. Como toda herramienta de recolección de datos es perfectible y está allí para la discusión pública (hubiese sido interesante una instancia de deliberación más allá de las seguras pruebas piloto que se hicieron), pero, en realidad, la actitud de la crítica, salvo honrosas excepciones, no pasó por allí. Se prefiere optar por visiones apocalípticas, cargadas de moralización, que se usan más para hablar del lugar correcto del emisor que sobre la cosa misma. Así, se instaló muy rápidamente una evaluación sobre- ideologizada del censo y la Argentina desintegrada apareció para indignarse y repudiar la actividad censal de un modo total. En lugar de una herramienta estadística necesaria, una porción de la opinión pública prefirió mirar el Censo como una continuación de las políticas populistas del gobierno y cerrarse ideológicamente de un modo infantil y desmedido. Desde tratar mal a los censistas hasta imaginar complejos esquemas de inteligencia pergeñados por La Cámpora, el menú de críticas incluyó desde molestarse por el feriado hasta ufanarse de no contestar o falsear los datos. La imposibilidad de distinguir la importancia y la densidad entre las cosas y el hecho de no poder contener la dimensión emocional frente a cualquier cosa que se lleve adelante desde el gobierno o desde el Estado terminó armando un escenario más bien patético que colabora muy poco con la convivencia democrática.

Desde lugares de mayor responsabilidad se hacen méritos para romper la idea de comunidad y fomentar la desintegración. Esta semana, el fiscal Fernando Dominguez aceptó la oferta económica que el Presidente y la primera dama propusieron para reparar el daño que ambos hicieran cuando festejaron el cumpleaños de Fabiola Yañez violando en DNU que el propio presidente promulgara prohibiendo la realización de encuentros de este tipo. Hay mucho para analizar en esta breve noticia. Por un lado, y lo más importante en relación con la hipótesis de esta columna, es que semejante cosa pueda hacerse sin ruborizarse y que se naturalice socialmente casi sin consecuencias. Que el primer magistrado de un país crea que puede salvar el tremendo delito de incumplir una norma que causó una innumerable cantidad de perjuicios de todo tipo a la ciudadanía mediante una erogación en dinero, es realmente llamativo e indignante. Que la ejemplaridad necesaria para alguien que ostenta semejante responsabilidad se reduzca a una cuestión económica sienta un precedente preocupante. El matrimonio presidencial ni siquiera propuso ocuparse de trabajos comunitarios, que hubiera sido poco y seguramente falso, pero que simbólicamente tendría otro resultado. En este caso, el mensaje es que todo se arregla con dinero; que no importa la falta ni quién la cometa: siempre existirá la posibilidad de solucionarlo de ese modo. Es notable la paradoja: un gobierno que imposta su condición popular, echando mano a la más “burguesa” de las soluciones. Para dejar en el olvido una de las vergüenzas institucionales más grandes de los últimos tiempos, solo falta el acuerdo de un juez. Otros imputados por la misma cuestión ya fueron sobreseídos tras pagar una cifra irrisoria. A la pareja presidencial, festejar  un cumpleaños mientras los ciudadanos comunes no podían siquiera velar a sus muertos, le saldrá 3 millones de pesos. Una friolera que se paga, en realidad, con un altísimo precio en virtud cívica, decencia y generación de confianza pública.

La vida democrática pide pocas cosas. No se necesitan más que algunos pocos acuerdos, pero estos son indispensables. La construcción consensual de un lazo social mínimo que permita no vivir en un permanente estado de sospecha y desconfianza, y la posibilidad de establecer márgenes colaborativos para la resolución de los conflictos son dos elementos importantes. Lamentablemente, la Argentina ha perdido ambos hace tiempo y, lo que empeora aún más las cosas: se trata de temas que no parecen estar en la agenda de nadie. Lo que queda por descubrir, en todo caso, es si esa ausencia es el resultado de la falta de inteligencia y sensibilidad, o por falta de interés.

*Analista político.