En las casas donde hay chicos en edad escolar, los domingos a la noche son un momento especial. Preparar cosas, ordenar libros y carpetas, ir a descansar relativamente temprano. Una normalidad recurrente, una rutina naturalizada, constante, repetitiva y necesaria que le fue negada a la Argentina durante un ciclo lectivo entero.
Este último domingo esa rutina recobrada gracias a la presión social se vio cortada por la incertidumbre. El fuego cruzado entre el gobierno nacional y el de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires terminó convocando a la justicia y poniendo a la comunidad escolar en un limbo que recién se resolvió cerca de la medianoche.
La escalada del conflicto es conocida y su desenlace, un misterio.
Una de las preguntas más inquietantes de la filosofía política es: ¿Por qué nos dejamos gobernar? ¿Por qué las mayorías deciden aceptar que unos pocos los manden y decidan cosas importantes por ellos? Salteada la ingenuidad inicial, la fuerza de la pregunta aparece en toda su amplitud y complejidad. Una de las posibles respuestas, entre tantas otras, es la legitimidad. Más allá de las discusiones teóricas entre los distintos tipos de legitimidad, en un sentido más llano, la legitimidad es lo que permite a un gobierno tomar decisiones y que estas sean acatadas, con mayor o menor grado de crítica, por la ciudadanía y el cuerpo político.
El gobierno de Alberto Fernández tiene una deuda de legitimidad muy fuerte, que se ha ido forjando desde el inicio del mandato y que hoy le juega una muy mala pasada. La administración de la pandemia es un verdadero muestrario de mentiras y torpezas, que comenzó en la negación de Ginés sobre la llegada del virus a la Argentina, siguió en los ridículos spots de aviones despegando para buscar unas pocas vacunas y terminaron en el vacunatorio VIP y los militantes y secretarias vacunados sin ninguna justificación, con selfies con los dedos en V incluidas.
Es una ley de hierro que la falta de legitimidad termina horadando también la autoridad. La sobreideologización permanente utilizada como contraparte de los datos, las evidencias y las experiencias internacionales van minando día a día la confianza de buena parte de la ciudadanía en el gobierno. La respuesta, en un clásico ejercicio populista, es sobregirar la tensión, acusar a los demás y plantear un conflicto interjurisdiccional con los chicos como rehenes.
Hay un elemento que le pone un aditivo a esta situación política de por sí difícil. Las últimas medidas tomadas por Alberto Fernández alrededor de las clases presenciales fueron precedidas de declaraciones de sus ministros en un sentido opuesto. Si esto no generó una crisis se explica mucho más por las peculiares características personales del ministro Trotta que por su verdadera dimensión política. Lo que trascendió luego, además, fue que varios de los ministros más importantes tampoco compartían la mirada y la decisión del presidente. A favor de esta hipótesis juega la tibia pero cierta versión de que el Gobierno está pensando en “administrar” la presencialidad en las escuelas, en una obvia respuesta al malestar generado en la sociedad e, incluso, en el propio gabinete.
Problemas. Con todo, esto no es lo que más impacta en la calidad de la democracia argentina y en la construcción de una sociedad mínimamente hospitalaria. La instalación y la naturalización de la incertidumbre invade las subjetividades justo en un momento global donde todo genera inquietud y zozobra. Precisamente cuando se necesita más prudencia, más meticulosidad en el manejo de los datos, menor politización inútil y más cercanía de los gobernantes con los ciudadanos, el gobierno de Fernández propone lo contrario, generando enfrentamientos inútiles, judicializando la política, insultando a la oposición y tomando decisiones a contrapelo de las evidencias científicas y de los colectivos movilizados de la sociedad civil.
A estas alturas, ya son demasiados los que llevan la frustración por haberse equivocado en el diagnóstico sobre Alberto Fernández. Los principales medios, los periodistas mainstream, los intelectuales de esperanza fácil y una parte de la ciudadanía más informada, que se obstinaron en construir la imagen del político moderado que iba a contener las furias populistas de Cristina Kirchner, ya saben que le erraron, aunque no falta quien insiste todavía, con toda la evidencia en contra, en pedirle que asuma el liderazgo y que sea realmente quién es. También se equivocaron, por otras razones, aquellos que pensaron que la hibridez del personaje les iba a servir para guardar el calor del poder hasta que llegara el tiempo de resolver tensiones internas y de hacer más clara la sucesión.
Los que diseñaron la estrategia Fernández-Fernández se encuentran ahora con que la impericia y la absoluta falta de categoría del Presidente les empieza a generar problemas que no habían previsto. En un solo discurso, ofendió a todos: al sistema de salud, a los chicos con capacidades diferentes, a los porteños y a la oposición. Cuando quiso aclarar, oscureció, y le aparecieron esos gestos recurrentes de camorrista, de dedo levantado y sonrisa ladeada. Este segundo grupo de frustrados tiene, además, otra preocupación.
La torpeza política del Gobierno ha logrado volver competitiva a la oposición en muy poco tiempo. Juntos por el Cambio perdió en primera vuelta la posibilidad de reelección y se fue del gobierno manteniendo un caudal interesante pero también jaqueado por sus propias incapacidades. El manejo desastroso de todos los aspectos de la pandemia, la aceleración de la inflación y la absoluta falta de rumbo en todos los frentes le ha devuelto a la oposición la competitividad que necesita para encarar las elecciones de medio término.
Este es un gobierno en disputa desde el día cero y mientras la ciudadanía naturaliza la incertidumbre como el escenario habitual y se acostumbra a la mediocridad, el peronismo seguramente moverá sus fichas, porque así se lo pide su negación a perder el poder y, sobre todo, las necesidades de impunidad de Cristina Kirchner.
*Analista político.