La vigencia del fenómeno barra brava nos deja expuestos como inmorales. Inmorales son los propios barras, pero no les importa. Inmorales son sus cómplices. Inmorales son los responsables pasivos. Inmorales somos, finalmente, todos aquellos que aun desde la denuncia estéril empezamos a aceptarlos como actores inevitables cuando su accionar remite, sencillamente, a un sistema delictivo que se combate incluso menos que a la corrupción desde la función pública. Y esta última no es una referencia provocativa sino un detalle que ayuda a comprender el poder que tienen los violentos que emanan del fútbol y lo sobrevuelan todo: es probable que algún funcionario espurio termine preso y/o embargado. A lo máximo que se suele llegar con los líderes mercenarios es a echarlos de las tribunas; por un tiempo, al menos.
Me asumo como inmoral cuando me sumo al coro de analistas de un drama que no merece análisis; cuando justifico al dirigente o al funcionario que explica que no se puede echar a todos de las canchas en tanto no tengan delitos comprobados; cuando, sentado en una tribuna, no mando al carajo a la caterva de imbéciles que apuntan sus celulares al sector desde donde se insinúa una pasión por la camiseta que no es tal. Se trata de un coro cuya música habría que pasar de adelante para atrás para descubrir versos satánicos como los achacados a los Rolling Stones. Donde dice “Somos los que damos todo sin pedir nada” debe leerse “somos los que nos llevamos todo sin dejar nada”.
Estas líneas remiten inevitablemente a una reacción de oportunismo: al hincha noble de Independiente –y al plantel de Unión que se la fumó sin tener nada que ver– todavía debe durarle esa mezcla de enojo, indignación y tristeza por otro partido que no se pudo jugar por culpa de sus violentos, que cada vez parecen más. Y más violentos. Sin embargo, no hace falta detenerse en lo reciente para estrujar el alma futbolera en honor a esa cobardía nuestra que nos impide aunque sea darles la espalda a los que dominan el espectáculo que más nos conmueve y que cada vez nos cuesta más.
Para justificar la idea de que los barrabravas inundan con mierda todo nuestro fútbol podríamos elegir cualquier semana de cualquiera de los años de cualquiera de las dos últimas décadas y encontraríamos motivos suficientes para parar todo, tomarse mucho tiempo para barajar y, con mucha prudencia, recién entonces empezar a dar de nuevo. No hace falta tanto. Basta con remitirnos al comienzo de esta semana, en la que un grupo de barras de Platense destrozó un sector del DOT en señal de presunto reclamo porque la dirigencia del club de Vicente López estaría acordando con las autoridades del centro comercial no jugar los fines de semana a cambio de un apoyo económico vital para el cuadro del Polaco Goyeneche. Pongámosle que fuese cierto el argumento.
Pongámosle que los barras no hubieran transado con la idea de habérseles ofrecido parte de ese dinero. Pongámosle que ni siquiera hubieran sido barras los agresores sino hinchas auténticamente indignados porque les roban el fin de semana futbolero. ¿Cómo se explica tanto vigor en este reclamo cuando, sobre nueve partidos disputados, Platense jugó, sólo en esta temporada, casi la mitad en días de semana? Es más, el incidente mismo se produjo el lunes por la tarde, un rato antes de que Platense enfrentara a Chicago. ¿Con qué derecho reclamamos nuestros derechos al fútbol de fin de semana si no movemos un dedo para que se castigue a los que hacen lo imposible para que se nos prohíba seguir a nuestro equipo como visitante? Curioso destino el nuestro: los mismos que nos echan de las canchas, los mismos que obligan a que los partidos se jueguen en días y horarios inverosímiles son los que rompen vidrieras y saquean negocios en nombre de respetar los calendarios convencionales.
Como podrán darse cuenta, volví a dejar a la intemperie mi inmoralidad: me pongo a argumentar con presunta idoneidad cuando debería bastar con el ejercicio de la condena a cualquier hecho de violencia. Sin embargo, asumimos la reacción como algo natural, como la obvia consecuencia del cercenamiento de un derecho. Patético.
Es un sábado hermoso y no da ganas de detenerse demasiado en la responsabilidad de los funcionarios: los de la AFA, los de los ámbitos de seguridad, los del país, las provincias y los municipios involucrados en los organismos de seguridad que se sientan a delinear un fútbol que esquive barras con tal de no combatirlos. Pero no vayan a creer que los tenemos olvidados.
Ocurre que hoy es un día en el que quiero hacerme cargo de mi responsabilidad en el asunto. Ya no como periodista, sino como hincha. Porque, aunque sea piantavotos decirlo, aun estando lejos de ser los principales culpables de la historia, los hinchas también tenemos algo de culpa en esta cuestión.
Ya no nos asombra lo que pasó anteayer. Por si alguno anda desprevenido, el partido entre Independiente y Unión se suspendió cinco horas antes de jugarse porque se detectó a una treintena de barras apostados sobre una loza a la altura de un primer piso con vista privilegiada y armas suficientes como para emboscar a los de otra facción de mercenarios cuando éstos estuviesen llegando al estadio. Esta fue la hipótesis con la que el flamante titular del organismo de seguridad bonaerense llamado Aprevide, Oscar Boccalandro, me explicó la razón de la suspensión. Compungido, el funcionario asumió como imposible evitar una tragedia de consecuencias inimaginables. Le creo, claro. Pero no consigo entender cómo no se trabajó antes, desde ése y desde otros organismos, para desactivar una situación que invadió con bravuconadas maravillosamente infectadas de errores ortográficos las redes sociales desde hace mucho tiempo.
Es decir, hoy el cuestionamiento ya no sería a la aparentemente lógica suspensión del partido sino a que no se haya trabajado enfáticamente en el tema desde hace mucho, habida cuenta de que, en la Provincia, no hay fenómeno barra más notorio que el de Independiente.
Como sea, volvemos a asumir que la consecuencia de una amenaza barra sea la suspensión de un encuentro sin que esto se convierta, de inmediato, en la batalla final camino al destierro de los barras. Lejos de eso, se los ve cada vez más poderosos, impunes, violentos, ricos y hasta mediáticos.
Mientras tanto, vos y yo seguimos creyendo que el fútbol vive. Con pulmones y reventas. Con tribunas llenas de barras y vacías de visitantes. Con partidos que se juegan cuando no podemos verlos y partidos que, cuando podemos verlos, se juegan hasta que ellos quieren.
El de los barrabravas en el fútbol es un episodio que ya supera la violación de los límites de los derechos de libertades individuales. Constituye, indudablemente, un delito que nadie se anima o quiere combatir.