Respecto a la democracia, se suele confundir extensión con profundidad. Para algunos, la democracia se encuentra en su mejor momento. Parece incluso que está a punto de cubrir el planeta, salvo algunas excepciones desastrosas, como Irán o Somalia. Sin embargo, para otros, la vieja democracia que nació en tierras europeas se muestra, en la mayor parte de los casos, afectada por el desencanto, acosada por los populismos o, simplemente, abandonada a su suerte por los electores.
Si la observamos en su extensión con respecto al espacio que ha conquistado en los últimos tiempos, a primera vista, la democracia ha puesto fin a numerosas dictaduras, regímenes autoritarios, tiranías y totalitarismos, aunque ciertos despotismos tradicionales persistan casi sin cambios en Oriente Medio y en China siga todo exactamente igual en el plano político. Aun así, el progreso parece incuestionable, en especial en Latinoamérica y en Europa del Este. Lo más sorprendente o, mejor dicho, lo más inquietante es que, en apariencia, ha hecho falta muy poco para alcanzar esta victoria del gobierno del pueblo por el pueblo. En lo esencial, si nos atenemos a los hechos, para obtener este efecto han bastado unas elecciones “monitorizadas” por los expertos de la ONU u otros especialistas totalmente ajenos al país en cuestión, seguidas por unos resultados absolutamente acordes con los deseos de la mayor parte de los países del G7, obtenidos a veces mediante procedimientos enigmáticos, y todo ello, sustentado en general por una gran ayuda militar.
Pero, ¿quién dijo que la democracia era el fruto de un largo aprendizaje? No siempre. Aún hoy en día, una minoría de observadores no comparte el optimismo desinformado de los defensores de esta democratización llave en mano. Dichos observadores, absolutamente confundidos sobre la autenticidad de las jóvenes democracias, creadas a menudo por medios quizá demasiado armamentísticos, destacan que los regímenes de libertad más longevos fueron resultado de transformaciones lentas que afectaron al conjunto de una sociedad, no sólo a la simple forma de sus instituciones políticas, sino mucho más profundamente. También subrayan que en los “viejos” países que la consiguieron a costa de una larga experimentación, esa democracia tardía que funciona con dificultad no va precisamente viento en popa, sino que tiene visos de sufrir algo más que una crisis pasajera. Los habitantes de las regiones más o menos ricas sueñan con exportar su sistema de gobierno a todas partes, como una panacea universal. Pero ellos mismos, en su interior, y aunque no quieran admitirlo, sienten que en su propia casa ese sistema se encuentra en dificultades. En pocas palabras: lo que llama la atención de la gente es el éxito superficial de la democracia, por decirlo así. En cambio, lo que sigue pasando voluntariamente inadvertido, desde hace tiempo, es la pérdida de sustancia de la democracia en profundidad.
¿Qué está ocurriendo en la actualidad? Se trata de un fenómeno que Alexis de Tocqueville (1805-1859), el más famoso de todos los “politólogos”, observó en relación con los años inmediatamente anteriores a la Revolución francesa. La tesis de su obra El antiguo Régimen y la Revolución, publicada en 1856, era la siguiente: en gran medida, la revolución se había producido en realidad, sin que se notase, antes de la revolución. El grueso de la población había seguido ocupándose de sus rutinas sin decidirse a imaginar lo que a partir de ese momento ya era evidente, es decir, que las costumbres y, en especial, los valores que ya se tambaleaban bastante iban a cambiar de forma radical en poco tiempo.
Exactamente igual que nosotros no nos atrevemos a desligarnos de nuestra democracia o de nuestra república, los franceses de entonces y sus vecinos no se decidían a dejar de querer a su rey. Les parecía más seguro no darse cuenta de que estaban rozando los albores de un nuevo régimen, que aún no tenía nombre y que sólo adoptaría el de “democracia” mucho más tarde.
*Politólogo francés, autor de El invierno de la democracia (Los libros del lince).