Las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki (1945) y, más tarde, la Crisis de los Misiles de Cuba (1962) en el contexto de la Guerra Fría abrieron la lista de lo que hoy definimos como “problemas de seguridad globales”. En el futuro puede resultar más arduo terminar con el hambre o las epidemias que con el riesgo de una conflagración nuclear.
Esa misma sensación invadió al poder político estadounidense con la llegada a la Casa Blanca de Donald J. Trump, un magnate sin experiencia política ni militar que podría ejercer la opción nuclear con la facilidad y brutalidad con la que tuitea. En especial, frente a un enemigo como el norcoreano Kim Jong-un.
En las audiencias de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado norteamericano, las primeras desde 1976, quedó planteada la cuestión de fondo: cómo controlar la decisión de lanzar un ataque nuclear, a pedido del mando militar o del presidente. ¿Basta hoy con que esas dos partes decidan semejante asunto en secreto?
Salvando distancias, la crisis económico-financiera de 2008 nos dio un ejemplo de los riesgos globales que implica que la política, aun con todos sus defectos, se deje recortar o limitar por otros poderes –sean éstos institucionales o de facto– en su capacidad de decidir, ejecutar y controlar los asuntos públicos.
Aun si Donald Trump fuera el Abraham Lincoln de estos días, debería tener más controles sobre sus grandes dedos, no sólo para tuitear, sino sobre los códigos nucleares.
*Ex embajador ante la ONU, EE.UU. y Portugal. Presidente de Fundación Embajada Abierta.