La mirada del Sr. Tinelli no podía salir de su estupefacción. Es que la operación de párpados a la que se sometió le dejó los ojos abiertos más allá de lo razonable. Durante la apertura de la nueva temporada de su programa televisivo, el desfile incesante de homenajes a sí mismo produjo el mismo efecto de asombrada incredulidad en los espectadores: el Sr. Tinelli no se cansó de agradecer las loas de quienes habían sido pagades para hacerlas: desde sus mil quinientos empleados ocasionales hasta la Sra. Nara.
Algunos se burlaron (bajo sus órdenes y las de sus guionistas) de sus pretendidas aspiraciones presidenciales. El tema no me da risa y por eso vi la apertura que celebraba los treinta años de supervivencia (en YouTube, dos días después, para evitar las tandas publicitarias, esa otra apelación a la cólera dionisíaca). Para demostrar que el Sr. Tinelli no desprecia a las mujeres (algo evidente en 28 de las 30 temporadas previas, hasta que tuvo que pedir perdón por los “errores”) hubo una seguidilla insensata de mujeres cantando (todo es insensato en esos shows de apertura que siempre duran más de lo debido y de los que no se entiende nada), incluida una hija del Sr. Tinelli, sobre cuyo talento musical siguen quedando serias dudas.
Las apelaciones constantes a esa institución reaccionaria y decadente, la familia, se entendieron un poco mejor: en política, así como en los negocios públicos, eso se llama nepotismo.
Lo único que Tinelli puede garantizar son humillaciones públicas y transas familiares.