Partimos al lago Atitlán con lluvia en una combi llena de gringos que no usan tapabocas. Yo huí apenas nos detuvimos en una estación de servicio, me bajé saltando sobre el gringuerío y le pedí al chofer que me deje ir adelante con él. Lo bueno es que hay más espacio y puedo abrir la ventanilla.
Lo malo es que voy viendo las curvas del camino, una tras otra, pegaditas, los autos que vienen de frente.
Las frenadas del conductor me sacuden, la llovizna se transforma rápidamente en una lluvia que cae parejita, volviendo el asfalto negro, brilloso como el traje de un buzo.
El hombre no es muy prudente: atiende el celular, habla con alguien que le pregunta algo que no sabe pero le responde que no se preocupe que ahorita lo llama y le pregunta. Usa mucho la palabra babosadas. Corta y busca el número de la otra persona. Llama y nadie atiende así que empieza a escribir mensajes de wathsapp, todo sin dejar de manejar. No sé cuánto tiempo pasa.
Los gringos se durmieron, Dolo que va atrás también. Sólo el chofer y yo vamos despiertos atravesando una zona brumosa.
La niebla sube desde la profundidad de los barrancos y se vuelve una cortina espesa sobre la ruta. Si al camino curvoso, si al día lluvioso, les faltaba algo: pues cerrazón.
Me pregunto de nuevo qué hago acá en vez de estar en el hotel leyendo y tomando té en el jardín, cerca de la pileta que tiene una virgen en el centro.
Todo es tan religioso en Guatemala. Perdí la cuenta de la cantidad de tiendas, taquerías, tortillerías, cybers, almacenes, quioscos y aceitera y pinchazos (o sea: gomerías) se llaman La Bendición. David Ungido de Dios, Iglesia de Dios Galilea, Iglesia Evangélica Siloe… dicen carteles a lo largo del camino.
Cuando lleguemos a Panajachel y luego tomemos la lancha para ir a Santa Carina de Palopó y nos bajemos y subamos la cuesta hasta la iglesia de 500 años, también vamos a cruzarnos con los tuk tuk, las motitos taxi, rojos que llevarán pintado el nombre de Cristo o Soy hijo de Dios o, por supuesto, Bendición.
Antes de llegar a la iglesia San Antonio, una mujer sale de una tienda de artesanías, nos ofrece cosas pero también conversación, nos sigue, dice que el altar de la iglesia es todo de oro: el oro que nos robaron a nosotros, dice. Es una maya y está embarazada.
Entramos, miramos la iglesia, desde la entrada se ve el lago Atitlán y los volcanes sepultados en la niebla y la llovizna. Le saco una foto a un Cristo con las manos atadas con una cuerda. Salimos y María nos está esperando. Ahora sí deberemos entrar a su tienda, comprarle un repasador a 10 quetzales que es lo que nos quiere vender.
Mientras caminamos los escasos metros hasta su negocio, nos cruzamos a un hombre vestido con el traje típico: una falda. María lo señala y nos dice: los hombres aquí usan polleras como en Escocia. Luego se ríe y dice con picardía: ahí abajo la campanita va suelta, mejor andar con todo ventilado, dice. Y se aventura un poco más: es que aquí no hay auto hoteles, de esa manera es más rapidito, nos metemos en el monte y nos levantamos las faldas y ya está.
Es graciosa y tiene mucha chispa. Luego nos dirá que no entiende cómo está embarazada si ya tiene 46 años. Dice que ella piensa que Dios la ha destinado para algo grande, que por eso la bendijo con un bebé a esa edad. Después dice que nos va a mostrar cómo se peinan, toma una larga cinta bordada con canutillos y empieza a trenzarle el pelo a Dolo.
Cuando termina con ella, me hace sentar a mí y en poco más de dos minutos también me peina.
100 quetzales cada una, dice satisfecha.