En mi casa no éramos religiosos, pero podría decirse que éramos supersticiosos. Sobre todo con la cuaresma, puntualmente con no comer carne los viernes. Yo no entendía muy bien por qué, pero sospechaba que si se quebraba esa regla dios nos iba a castigar. No comer carne no me importaba demasiado, pero no me gustaba la caballa enlatada que se repetía en la mesa cada viernes de esos cuarenta días. El gusto fuerte, la carne oscura, los huesitos pequeños del espinazo de aquellos trozos de pescado crujiendo entre los dientes, la consistencia fibrosa a la vez que blanda. Por lo general venía acompañada de arroz o fideos hervidos. Daba la impresión de que no era que la carne estuviera prohibida sino que la caballa era obligatoria. A los más chiquitos de la familia sí les dejaban comer su churrasco. Yo también había comido mis bifes hasta los tres años, edad en que el alma todavía no había terminado de cuajar en el pecho de las personas, parecía, y entonces uno estaba aún libre de pecado, aún no era capaz de cometerlos y entonces ese cuerpo podía procesar la carne de otro mamífero. Pero otras cosas de cuaresma me gustaban: ver a las vecinas yendo a reunirse a rezar en alguna casa o caminando ligerito para la iglesia; el domingo de ramos todas volviendo a su casa con una ramita de olivo apretada contra el pecho, los ojos bajos, los mocasines lustrados, las medias de nylon ciñendo las pantorrillas llenas de várices. Alguna vez nos asomamos a espiar la misa de ramos y casi me muero del susto cuando vi todas las imágenes cubiertas con trapos negros.
También me gustaba la maratón de películas cristianas que pasaban en la televisión durante semana santa. Íbamos de casa en casa con la romería del barrio viendo en las teles en blanco y negro cómo los romanos azotaban a Cristo, en las propagandas nos trasládabamos como en un via crucis propio a otra casa para seguir viendo la misma película. Ben Hur, Los diez mandamientos, Barrabás… entre las que se colaba La vida de Brian que descomprimía con el absurdo los baldazos de sangre y tortura de las películas que se tomaban en serio el derrotero de Jesús. A veces jugábamos a representar algunas de las escenas: ninguno de los varones quería ser el Mesías, todos se peleaban por ser soldado romano o los dos ladrones; las chicas siempre querían ser María: a mí me gustaba más María Magdalena, me encantaba la parte en que lavaba los pies de Cristo y los secaba con su propio cabello.
Del nuevo evangelio lo que más me impresionaba no era la crucifixión, ni siquiera la resurrección de Cristo que se da de una manera sutil y elidida. Si no esa primera resurrección, por obra y gracia de Jesús poco antes de morir, cuando resucita a Lázaro como prueba de su poder divino. ¡Lévantate y anda! y el muerto sale de la cueva con el cuerpo vendado y el sudario en la cara: the walking dead antes de todo.
Así como él resucitaba al tercer día, nuestra resurrección, el premio por tres días de bombardeos sadomaso era el domingo de Pascua. El sabor agrio, raro, que nos dejaba la gesta cristiana en la boca, era por fin endulzado por el huevo de chocolate. Toda la semana lo habíamos codiciado en el mostrador vitrina del almacén, envuelto en la transparencia del celofán, decorado de merengue multicolor y perlas plateadas. Un poco más grande que un huevo de gallina, pero no mucho más. Uno solo para todos los niños de la casa porque eran carísimos.