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Borges en un maizal

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La gente envejece de dos maneras: a algunas personas comienza a gustarle el tango, a otras, Borges. Yo opté por este segundo camino, y me la paso releyendo, con gran placer, textos suyos que hace quince o viente años sólo me habían despertado indiferencia. No es el caso de El escritor argentino y la tradición, que recuerdo haber leído por primera vez en la revista Babel, hecha por escritores que en esa época ya iban por su primer divorcio, mientras yo estaba tratando de andar en bicicleta sin rueditas… Ese ensayo me había parecido definitivo para comprender la excentricidad de buena parte de la más radical literatura argentina. De hecho, me encontré pensando en él al ver Hanna Arendt, la paupérrima película de Margarethe von Trotta centrada en el affaire generado por Eichmann en Jerusalén (¿ya se estrenó en cines? No lo sé, salgo tan poco). Quiero decir, me encontré pensando en él al ver la primera escena de la película, en la que casi me atraganto de risa (no fue el único momento en que me ocurrió: la escena en la que Arendt y Mary McCarthy hablan de alta filosofía mientras juegan al pool, o la escena de “amor” entre Heidegger y la heroína del film me han deparado también grandes instantes de vergüenza ajena). Pues bien, en esa primera escena se reproduce el secuestro de Eichmann a manos de la Mossad, en Bancalari, partido de San Fernando, en las afueras de Buenos Aires, en mayo de 1960, ambientado no en una urbana calle por la que debía pasar el colectivo 203 (que el nazi iba a tomar) sino en un campo de maizales rodeado de un clima tropical, una iluminación romántica y con un fondo casi selvático. Un involuntario halo de indignación me recorrió el cuerpo ante esa primera escena (a favor de Von Trotta debo decir que la escena en la que se muestra a The New School de Nueva York o en la que se ve Jerusalén son igualmente inolvidables…), pero rápidamente la indignación pasó: ¿por qué una directora de cine alemán debería reparar en reproducir fielmente el conurbano bonaerense de los 60? Al contrario –y aquí entra Borges–, ese error, ese malentendido, ese pereza estética, con el paso de las horas y los días no hace más que gustarme hasta, diría, el entusiasmo. No vendré yo a glosar por enésima vez El escritor argentino y la tradición, pero sí a proponer un modo de extraer las consecuencias de ese texto, en el que se plantea “la cultura occidental” como el destino para la literatura argentina: ésa es la enseñanza más evidente. En segundo lugar (aquí Borges funciona en sincronía con Héctor Libertella: no es éste el sitio para explayarme, dejo esto en suspenso) es la “cultura occidental”, pero pensada desde el margen, desde el borde. Es la cultura occidental, pero nunca tomada en su dimensión “central”, sino siempre desplazada, corrida, apartada. Como si lo propio de Borges –y de la mejor literatura argentina– consistiese en incorporar el error, el accidente en esa tradición. Que en Hanna Arendt von Trotta se haya tomado el trabajo de reproducir hasta la menor minucia el mobiliario neoyorquino de los 60 y a nosotros nos haya tirado en un maizal no debería leerse como un gesto neocolonial (o mejor dicho: no sólo como eso) sino que hay que tomarlo con agradecimiento, como la comprobación de esa lateralidad de la cultura argentina.