Imaginarme a Borges traduciendo se me ocurrió siempre tan improbable como imaginarme a un cocodrilo vegetariano o a una vaca carnívora. Uno suele aceptar sin dilaciones y dar por cierto casi todo lo que ve impreso, de modo que no me resulta llamativo que se considere a Borges el traductor del Orlando de Virginia Woolf y de Las palmeras salvajes de Faulkner pero, si me lo permiten, voy a dar por hecho que algo así es material y espiritualmente imposible. Y me resulta material y espiritualmente imposible imaginarme a Borges traduciendo porque me resulta material y espiritualmente imposible imaginarme a Borges trabajando. No empecemos a debatir ahora acerca del alcance semántico de la palabra “trabajo”. Convengamos que trabajar es recibir dinero a cambio de cierto esfuerzo y, por lo que sé, Borges nunca hizo nada para lo que debiera esforzarse en grado sumo. ¿Escribir es trabajar? No empecemos con eso. Para un débil mental probablemente lo sea, pero Borges estaba muy lejos de ser un débil mental. De modo que tampoco sirve como argumento.
Por otra parte, conozco pocas actividades más tristes, frustrantes, mal pagas y trabajosas que traducir. Imaginen la escena: un libro ajeno abierto en un atril, un hombre sentado frente a una máquina de escribir durante horas, escribiendo algo dictado por otro que no es él, recurriendo a diccionarios que tiene amontonados sobre la mesa, meditando obsesivamente, escribiendo, meditando, consultando, meditando. ¿Lo ven? Yo no.
En cambio sí me imagino a doña Leonor Acevedo de Borges haciendo esa labor. En primer lugar, porque sabía tanto, o más, inglés y español que su hijo, y en segundo lugar porque era la madre de Borges, y las madres están siempre dispuestas y disponibles para hacer cosas que nadie más es capaz de hacer. Todo es pura conjetura, pero piensen que quienes creen que esos libros fueron traducidos por Borges tampoco tienen modo de probar lo que dicen. Me imagino las cosas de otro modo: doña Leonor tomándose todo ese trabajo pesado y, al final, después de haberlo corregido, Georgie escuchando la lectura en voz alta de su madre y haciendo alguna que otra acotación, sugiriendo algún cambio, proponiendo alguna inflexión. ¿No parece así una situación más realista?
Se me dirá que, en mi versión de los hechos, Borges también traduce. Es cierto, y hasta es probable que traducir sea indefectiblemente eso. Se me podrá decir que doña Leonor “trasladaba” y Borges “traducía”, y lo acepto. Lo que quiero es desterrar la imagen de alguien empeñado en generar algo que no fuera su propia obra, a lo que dedicó todos sus esfuerzos y todas sus maniobras.
Se trata de una mera conjetura, decía. Y por lo que sé, nadie más la comparte con la convicción con que yo la alimento. Tal vez, dentro de muchos años, alguien que emprenda la tarea de averiguar algo al respecto termine dándome la razón, y el nombre de doña Leonor Acevedo de Borges pase del inmerecido lugar donde la sepultó su hijo a la tapa de los libros que tradujo con tanto amor por el oficio. Y por su hijo, claro.