COLUMNISTAS
una memoria urbana

Borges y Buenos Aires

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Jorge Luis Borges, ese hombre innumerable, ese archipiélago del que trataremos de circunscribir una sola isla, Buenos Aires, apuntó su desconfianza al decir que tenemos recuerdos de recuerdos. Metido en la cama, con una fiebre infernal, imaginó, como uno de los mayores tormentos que puedan afligir al hombre, a “Funes el Memorioso”, que en 1886 había discurrido un sistema de numeración y que, postrado, en pocos días había rebasado el 24 mil. (No lo había escrito, con pensarlo una vez ya no se le olvidaba más.) Era un atormentado que podría haber recordado un árbol hoja por hoja. Algunos están tentados de pensar que Borges es una especie de Ireneo Funes. No; nadie felizmente lo es.

En segundo término cabe sentir la distancia que hay entre  esa extremosa autobiografía que es lo confidencial, lo confesional, para ser más estrictos, y la realidad. Las confesiones magistrales de San Agustín, las desenfadadas de Jean-Jacques Rousseau, las inefables de Norah Lange en Cuadernos de infancia, el minucioso Diario de Amiel, el diario de escritor de Dostoievski, la precisión táctica e histórica de las Memorias del general Paz, las decenas de libros que Borges le ha escrito a preguntones locales y llegados de lejanas partes de tres continentes que se tomaron el trabajo de visitarlo provistos de un grabador, no pueden hacer un calco de la realidad Borges.

Borges se acordará de que en una caminata ansiosa por conseguir un taxi, cerca de una galería de la calle Esmeralda, me dijo una frase de Chesterton: “La realidad tiene cosas que no se parecen a ninguna cosa”.

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La memoria procede selectivamente. De una manera imprevista, no sujeta a una ley formulable, se complace en lo que nos agrada o nos atormenta con lo que quisiéramos olvidar. El hombre que se confiesa para el mundo en un libro solamente ve ciertos ángulos de sí mismo. Busca su imagen en espejos que distan de ser perfectos. Tal vez ni recuerde con exactitud alguno de esos espejos. Pienso que Borges se olvidó que el espejo que está en el fondo de un corredor atardecido y en uno de sus cuentos, era el de una quinta de mi padre (que él quería tanto como yo al cortés y reservado doctor Jorge Borges, su padre) en Ramos Mejía. Dramáticamente ha dicho: “Y no haber visto nada o casi nada, sino el rostro de una muchacha de Buenos Aires, un rostro que no quiere que lo recuerde”. Escribía esto nostálgicamente, deseando volver a su isla absoluta y definitiva de Buenos Aires, en Bogotá, en 1963, presa de esos dolores de amor que tan frecuentes han sido en el decurso de su vida (...)

En los diálogos que se registraron con Ernesto Sabato es notable observar cómo Borges, una y otra vez, lo lleva a su terreno. Incidentalmente, allí se acuerda de que fue en mi casa donde tuvo el primer contacto con el jazz. En la época en que mi hermana Judith, muerta muy joven, nos pasaba, con infinita paciencia, en el piano, el álbum de los blues de Handy. Georgie (el nombre familiar de Borges) apenas si canturreaba alguna milonga como aquella de tan heterogénea mélange, un tanto parecida a las de Goethe: “Pejerrey con papas, butifarra frita / la china que tengo nadie me la quita / nadie me la quita”; o esa otra, zafadísima, acerca de las diligencias cuyo objetivo no voy a declarar aquí, de un caballero bravucón, que parado en las Cinco Esquinas, con “toda mi contingencia”, se empeñaba en una diligencia que, aparte de suministrar consonante, entraba en dominios a los que la censura de manga más ancha no hubiera consentido dar acceso (...)

Un día, de un modo medio subrepticio, me dijo que me iba a inferir un libro. Era Fervor de Buenos Aires, publicado en 1923, con una plata que le dio el padre, en número de trescientos ejemplares. La dedicatoria decía: “A Ulyses, este alfabeto de metáforas. Fraternalmente. Georgie”. Escrito de puño y letra, con trazos muy pequeños, pues aunque Georgie aún veía, era miope. Yo, por lo general, lo veía leer a corta distancia de los ojos y, a veces, moviendo el libro si la página era ancha (...).

Borges andaba mucho por Belgrano. Llegó a inventar una escuela poética de Belgrano o “de los tiernos”, en una caprichosa versión del mapa lírico de Buenos Aires, que publicó en la revista Nosotros, que dirigían Alfredo Bianchi y Roberto Giusti. Según él, integrábamos esa quimérica escuela Sixto Pondal Ríos, conmigo el más joven adherente al movimiento martinfierrista, un poeta nacido en Tucumán, de desesperanzada y bien estilizada expresión, y Carlos Mastronardi. A este poeta recatado y nocturno lo había enviado Entre Ríos; Georgie lo había rebautizado como “Mastrongo” y para mí era sorprendente el hecho de que se levantara todavía más tarde que yo, al filo de la mediatarde.

Las grandes caminatas de Borges lo llevaban desde Palermo a mi barrio. Hablaba tanto del viejo Palermo y de sus orilleros que una vez que me pidieron un artículo sobre mi amistad con él en los Estados Unidos dije que había nacido allí, cuando en realidad nació en pleno centro, en la casa de los abuelos maternos, situada en la calle Tucumán 840. Era casa de un piso, tenía zaguán, aljibe y dos patios. Corría el año de 1899. Allí había nacido, en 1876, Leonor Acevedo, su madre, que desde siempre, hasta su muerte en vísperas de alcanzar un siglo de existencia, iba a desempeñar una tarea maravillosa junto al hijo que admiraba tanto como quería, y de la que estuvo relativamente separado a causa de su matrimonio con Elsa Astete Millán (con la que había flirteado cuando ella tenía diecisiete años y que encontró viuda cuando era grande) durante tres años y cuando ya le fue imposible acompañarlo en los viajes por achaques de la avanzada edad, que tardaron muchísimo en llegar: a los ochenta y un años Leonorcita, como siempre le dije, estaba muy erguida, sus transparentes ojos verdes irradiaban vitalidad y se la tomaba por hermana de su célebre hijo, ya ciego y envejecido.

*Autor de Borges Buenos Aires (Editorial Sudamericana).