En el museo de arte contemporáneo Reina Sofía de Madrid hay una exposición, Trilogía marroquí, que reúne más de 250 piezas producidas por artistas marroquíes desde la independencia del país, en 1956, hasta nuestros días. Aunque parezca mentira, es el primer acercamiento de España al patrimonio artístico de Marruecos, un país vecino, al otro lado, Mediterráneo mediante. ¿Es posible esta indiferencia, casi desprecio, por la producción cultural del otro?
En la muestra hay una instalación compuesta por decenas de cajas de fósforos adheridas a la pared y en cada una de ellas hay inscripciones, dibujos y objetos diminutos recogidos en el entorno del mar. La obra se titula Mi vida (1984-1921) y es de carácter autobiográfico ya que su autor, Mohamed Larbi Rahhali, ha sido pescador en Tetuán, lugar del que es oriundo, y en las entrevistas deja claro que ha dejado el mar hace poco, desde que puede vivir del arte.
Mientras el público visitaba la exposición el gobierno marroquí abrió su frontera en Ceuta, una ciudad autónoma española situada en la orilla africana, frente al estrecho de Gibraltar, permitiendo el paso de miles y miles de emigrantes que invadieron la ciudad. Saltando la enorme valla algunos, por el mar, nadando o en pequeñas embarcaciones casi todos.
La semana pasada un avión del ejército español avistó un cayuco perdido en el Atlántico a unos 500 kilómetros de El Hierro, una isla canaria. El cayuco es una embarcación pequeña, estrecha y alargada, que originariamente se hacía vaciando el tronco de un árbol. Provista con uno o dos motores, carga hasta sesenta personas, y se desplaza cinco o seis días desde Mauritania hasta una de las islas Canarias.
El cayuco que se encontró, de manera casual, en medio del océano, estuvo 21 días a la deriva. De los 63 ocupantes, en el momento del avistamiento solo tres quedaban con vida. Moussa, un joven maliense de 25 años, sobreviviente de la tragedia, cuenta que se desplazó de Mali a Mauritania y que una vez allí estuvo tres meses encerrado en un piso franco a la espera de iniciar la travesía. El encierro, impuesto por las mafias que gestionan el tráfico de inmigrantes, es para evitar que la policía local los expulse del país. Ya en el mar, Moussa observa que los víveres son escasos y que incluso de los cinco bidones de agua solo dos son potables. Al tercer día se termina la comida, al siguiente se para uno de los motores y al anochecer se quedan sin combustible. En la quinta jornada deciden usar los motores como ancla para evitar la situación en la que ya estaban sin saberlo: perderse en el Atlántico. Beben solo agua del mar y al décimo día empiezan a morir. Uno se lanzó al mar diciendo que iba a comprar cigarrillos, otro ve a su madre en la oscuridad. No eran suicidios, dice Moussa, simplemente iban enloqueciendo. Pasadas dos semanas, dejaron de arrojar cuerpos al mar porque carecían de fuerza.
Moussa hoy es otra persona muy distinta a la que subió al cayuco en Mauritania. Tiene una mancha en la frente, producto de las horas que estuvo rezando, pero su mirada tiene un destello vital.
La impotencia ante la dictadura marroquí, el apoyo del gobierno estadounidense y la indiferencia europea obligan a centrarse solo en la mirada de Moussa.
En estos días David Hockney expone, a su vez, en Londres, las obras que pintó en Normandía durante el confinamiento que lo tomó por sorpresa trabajando allí. Hockney, en una entrevista en Le Monde, dice: “Mucha gente recordará la primavera de 2020 porque por primera vez en sus vidas la han podido ver día tras día, de principio a fin. Tengo una amiga de mi edad, ochenta años, que me dijo que la vio llegar por primera vez”.
Puede parecer frívolo ante la tragedia. Pero las manos rugosas y encallecidas del pescador y artista Mohamed Larbi Rahhali, los ojos de Mossua y la mirada de la anciana que ve por primera vez la llegada de la primavera hablan de la vida. Los gestores de todo esto, en cualquier orilla que los busquemos, de la muerte.
*Escritor y periodista.