Intento repavimentar el ciclo de imágenes en loop, pero a juzgar por la voz de ese hombre-péndulo, presiento el abandono de inmediato. Irene corrige leventemente el torso, baja los párpados, con movimiento elástico ríe la otra risa, cuando reaparecían entre el humo los niños y las niñas mostrando las palmas, señalándole así ramitas venosas. En cualquier caso prefiere silabear en su ranchito y observarse el borde de los dedos, dedos algunos indibujables en el infinito iridiscente; inmóviles dedos enraizados al silabeo. Se observa, persiste. Sabe y silabea. Está esculpida por la desazón, la acuosidad todavía más extensa que el papel arrancado, programada a la desesperación.
Buscando acaso la evasión a mi destino, logro ver un punto luminoso que me enceguece e intento por todos los medios sensibles a mi alcance repelerlo. Me siento inútil, fuera del nido y entonces temo degradarme hasta quemarme por dentro, por completo. El llorar ineludible se alista para proceder, pero una tos repentina me espabila.
Entrelazado al runrún del bicherío, tironeado apenas por un reflejo pálido que sin embargo, de manera (plástica y) ascendente consigue de-sintegrar lo que aún queda de razón (ostensible, cierto). El motor de la lancha está apagado. El espejo de agua encendido. Todo lo que acontece de aquí en más recupera en cierto modo el pulso vital. La humedad esculpe delicados derrames tóxicos.
Marcos se quita las gafas y respira hondo, lo más hondo posible hasta deshacer el grumo de las vísceras y palidecer un poco, el cerebro expuesto al blanco diente; más bien tiza. Con gestualidad sintomática, los ojos glaseados, imprime en el rostro un tenue repertorio onírico, rictus boquiabierto, salvajemente forzado. Ha parado de llover (¡al fin!) y el resabio de la borrasca no sólo parece más viento sino que arrastra consigo el aroma desolador de la legión fétida. Bajo un océano de nubes, en medio de aquel crescendo de zozobra etcétera, sus pómulos están húmedos e hinchados por el llanto. Sofoca un hipo de dolor.
La lancha sigue río abajo. Seguimos.
Los disparos de los cazadores de la tierra firme resuenan como una abrumadora descarga y disipan definitivamente las nieblas del cabeceo. De la alameda se desprenden manojos de pájaros, como expulsados por un maleficio, partiendo hacia el cielo, desorientados; y las aves toman rumbos distintos para buscarse luego, en un punto de la ancha avenida, para encauzarse, fundirse en un manto de picos, alas y cuerpitos emprendiendo el camino juntos, escapando de aquel sonido, irreconocible para ellos, aunque demasiado fuerte como para soportarlo.
El alarido metálico de los caranchos estremece.
Los muelles de las casas, algunos de ellos despedazados por el agua o por la desidia, se suceden conforme el descenso. El aleteo tartamudo de Irene que ha decidido abandonar la lancha, la caña y el almuerzo para desplomarse sobre el lecho caldoso del río turbio. Ahora hace la plancha, uf, ahora sí está serena, la osamenta en el nirvana, blabla, dejándose llevar por la curva dinámica, la contención vital de la placenta primaria. Ahora. El río que todo lo traga y reconvierte: la mierda, los rulos, la mugre, los muertos, y también la angustia.