Muy poca es la gente que está feliz con el momento actual que vive la Argentina. Se podía predecir que no iba a resultar sencillo el primer año para un gobierno como el de Cambiemos, centrado en un partido que nunca había presentado candidaturas presidenciales y con escaso poder de fuego en el Congreso Nacional.
Convenciones. Sin embargo, en aquella Convención radical reunida en marzo de 2015 en Gualeguaychú, Ernesto Sanz impuso la idea de asociarse con el PRO que cambiaría el curso de la historia. El radicalismo, a pesar de sus desencuentros con la sociedad, siempre conservó un fuerte vínculo con los sectores medios, cosa que nunca pudo hacer el peronismo, pudiendo mantener una estructura territorial extendida a través de cientos de municipios y algunas gobernaciones. Por eso la primera estrategia de Néstor Kirchner fue la “transversalidad”, reuniendo radicales y sectores de centroizquierda y que terminó con la fallida experiencia de Julio Cobos en la vicepresidencia en 2007, bajo el extraño slogan “Cristina, Cobos y vos”. En cambio, la estrategia de construcción gubernamental de Cambiemos fue al menos curiosa al no incorporar al gabinete a sus aliados políticos, como pasaría en cualquier coalición europea. Quizás pesaron ciertas pesadillas previas, cuando De la Rúa llevó al frepasista Carlos “Chacho” Alvarez a la vicepresidencia y a los demás fundadores de la Alianza a su primer gabinete.
Heterogeneidad estructural. Sin embargo, el gobierno técnico que armó Macri –visto el origen extrapolítico de muchos de sus cuadros de primera línea– minimizó el problema estructural de una Argentina partida en cuatro, donde el sector más potente y moderno de la economía, el agropecuario, no expande sus inversiones a la industria ni es gran generador de empleo, y convive con una industria de escasa productividad y de baja escala que depende de la intervención del Estado para no desaparecer. Ambos cohabitan con un enorme sector informal que abarca desde pequeños comercios y empresas de servicios hasta el cuentapropismo de supervivencia, y todos conviven en un mundo habitado por personas excluidas de toda lógica capitalista, por lo cual muchos de ellos han perdido todo vínculo con el mercado laboral y carecen de condiciones de vida mínimas.
En la crisis terminal de 2001, el “cuarto sector” explotó en múltiples piquetes, encontrando un circunstancial aliado en las clases medias, dañadas por las confiscaciones de los depósitos; en conjunto acuñaron el peculiar grito de “piquetes y cacerolas, la lucha es una sola”. En 2002, Duhalde devalúa la moneda saliendo de la convertibilidad del peso con el dólar e instaura las retenciones. Luego, el kirchnerismo –con legitimidad renovada y épica setentista– profundiza la mecánica de tomar renta del sector agropecuario para volcar el dinero en incrementos de salarios, planes sociales y subsidios, lo que permitiría el crecimiento del segundo y el tercer sector. El mejor producto del modelo de crecimiento vía consumo popular fue la explosión de “saladas” y “saladitas”. El gobierno de Mauricio Macri reorganiza la política macroeconómica en apenas cinco días con una dinámica inesperada, abriendo el cepo, devaluando la moneda y retirando la mayoría de las retenciones. En aquellos primeros meses parecía que la nueva lógica iba a ser inexorable, y que llegaría una nueva era desarrollista al mejor estilo Frondizi-Frigerio, con el arribo de millonarias inversiones extranjeras. En esos días la popularidad de Macri escalaría casi al 70%, para superar con creces el raquítico 51,34% del ballottage. También lograría en la primera mitad del año la sanción de una cantidad importante de leyes con el apoyo de una parte del peronismo y el bloque del Frente Renovador.
Sin embargo, el proceso de realineamiento de los costos de los alimentos a los precios internacionales intensificaría la inflación a lo largo del año, frente a salarios atrapados en el corralito del target del 20% planeado por el ministro Alfonso Prat-Gay, y la gota que rebalsó el vaso fueron los anuncios de incrementos de las tarifas de luz y gas en agosto, que –además de paralizar el país en discusiones técnicas durante casi dos meses– persuadiría a los sectores medios de que deberían desviar parte de sus ingresos volcados al consumo hacia el pago de los servicios públicos.
Promesas al viento. Por eso a partir de agosto el clima de opinión del país cambia drásticamente, con el Gobierno perdiendo el centro de la escena política. Si la ley antidespidos pudo ser vetada sin traumas políticos en mayo, se comenzaba a pagar el costo de sus propios anuncios sobre el prolífico segundo semestre –cuando la palabra política deviene en broma– y surgían señales de un temprano agotamiento con rumores de internas ministeriales y cambios en el gabinete. En este marco, la oposición dispersa encuentra un tema de convergencia: el controversial impuesto a las ganancias sobre los salarios. El reclamo por Ganancias no sólo está vinculado a la cuestión impositiva, sino también a algo que la sociedad considera injusto. Por eso la CGT pudo sacar pecho en su momento haciéndole cinco paros nacionales a Cristina Fernández de Kirchner. Tampoco se puede negar el spot de campaña con la voz del entonces candidato a presidente Macri planteando que los trabajadores no pagarían más este impuesto. Es verdad que antes de la primera vuelta electoral hubo una especie de subasta de promesas de campaña, sin atender el carácter sistémico de la economía, y que se entrelazó con cierto facilismo por parte de la sociedad argentina y su ausencia de análisis crítico.
Así se logra entonces el inesperado acuerdo táctico entre el massismo, el kirchnerismo y otros sectores para sancionar una ley “hostil” en Diputados, que si bien no elimina el gravamen, busca recuperar el poder de compra de los asalariados de ingresos medios y altos, muchos de ellos votantes de Cambiemos, y que incluye la reposición de las retenciones a la minería e impuestos al juego y a parte de la renta financiera. Esta situación coloca al Gobierno frente a un impopular veto, que para evitarlo busca que la ley sea modificada –o rechazada en el Senado–. La respuesta de macrismo hacia Sergio Massa, al tratarlo de “impostor”, retrotrajo el reloj a los días de furia de Cristina. Parte de esa irritación esconde una preocupación legítima: ¿qué pasaría si ese acuerdo puntual se transformara en un pacto electoral para 2017?
*Sociólogo, analista político (@cfdeangelis).