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Cambio de estatuas

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Cristóbal Colón, según parece, sigue tumbado: echado y tapado con lonas a la vera de la Casa de Gobierno. Esa plaza ya no será su plaza ni tampoco llevará su nombre, que perdurará tan sólo en el Paseo que justo en ese sitio comienza. Bajado del pedestal, lo correrán hasta la orilla del río; en parte porque es el sitio que a un navegante mejor le sienta, y en parte porque ahí, tan apartado, ya casi nadie tendrá que verlo y será más fácil pasarlo al olvido. Porque si una estatua se levanta siempre en procura de un recuerdo, desarmarla y desmontarla no puede ser sino una empresa de olvido. ¿Olvido de qué? ¿Olvido para qué? Tanto hablar de la memoria, y del olvido nadie se acuerda.

El caso de Colón es curioso, y en lo que a mí respecta, atractivo: el héroe cuya máxima hazaña sucede por equivocación, el hombre que cambia la historia y no lo sabe del todo, el descubridor que descubre y no termina de enterarse. Lo que viene después es horrible, qué duda cabe: matanzas y abusos y conversiones forzosas de los seres que habitaban este continente. Pero ¿no es ésa la manera atroz en la que habitualmente las civilizaciones avanzan sobre las civilizaciones? ¿No es ésa la manera que emplean tantas veces las religiones para aumentar su caudal de fieles y llevarlos hasta su dios?

Tal vez sea una idea correcta ésta de relegar las estatuas que honran a los agentes de la conquista y el atropello. Pero entonces, caído Colón, ¿por qué sigue en pie Garay, también a la vera de la Casa de Gobierno? ¿Y por qué Pedro de Mendoza, en Parque Lezama, tan sólo porque antes de comer fue comido? ¿Y por qué Julio Argentino Roca, a una cuadra de Plaza de Mayo, en la Diagonal que lleva su nombre? Etcétera, etcétera, etcétera.

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Y más aun, para que el asunto llegue hasta el fondo y no quede en mera rotación de estatuas, para que se dirima en la cruda realidad del presente y no tan sólo como remoto conflicto del pasado, ¿por qué no parar la mano de una vez con los descomunales negocios inmobiliarios en la Patagonia, penúltimo avatar de lo que fue matanza y despojo, miserable prosperidad labrada en base a la violencia militar y el sometimiento feroz de los aborígenes?

La estatua de Juana Azurduy está lista. Será verde y medirá 16 metros, y costó un millón de dólares. Bienvenida sea: le vendrá muy bien a esta ciudad, que se cree tan europea y reniega de lo latinoamericano; bienvenida la mestiza guerrera a esta ciudad que se cree tan blanquita y la guerra la celebra más que nada en San Martín. Hoy en día que el femicidio está tan en el tapete, la estatua de una mujer que ha matado no viene para nada mal.

Eso sí, llamarla boliviana es marca de una perspectiva histórica; más exacto es designarla tal como lo escribió Félix Luna y Mercedes Sosa cantó: “Flor del Alto Perú”. Porque esas tierras se llamaban así, y eran parte del Virreinato del Río de la Plata. Debieron pertenecer, o debían pertenecer, a esta cosa que hoy tenemos y llamamos Argentina. A tal efecto emprendió su campaña Belgrano, al mismo efecto la emprendió Rondeau; todos fehacientemente derrotados.

Alberdi plantea el argumento en esa genialidad que lleva por título El crimen de la guerra. Se anima a lo que nadie se anima: arremete contra San Martín. Cuestiona su campaña al Perú, consagrada como proeza marítima de presión psicológica y paciencia, victoria pacífica, toma indolora. Al cabo de esas victorias, alega Alberdi, se perdió el Alto Perú. Se trata pues de una derrota, de una pérdida territorial, de un objetivo nunca alcanzado. Derrota, sí, pero a la argentina: creyéndose triunfal, creyéndose superior, ganando pero para perder. La estatua de Juana Azurduy, emblema de una hermandad con Bolivia, no haría sino señalarnos todo eso.

Que vivan entonces los dos monumentos: el de la equivocación en los mapas y el de la derrota inadvertida. El que muestra al que vio un mundo nuevo y no lo supo, el que alude a los que perdieron en la guerra y no se enteraron. Las patrias presumen siempre un sustrato eterno de aciertos y de triunfos. Resulta preferible entender, según creo, que en el acierto aparente habita el error y que no existe triunfo al que la sombra de una derrota no aceche.