Las elecciones del próximo año pueden limitarse a una renovación institucional, o significar un golpe de timón que nos saque de décadas de estancamiento. Que ocurra una cosa u otra depende de lo que hagan los actores de ese proceso electoral: los ciudadanos que eligen; y las fuerzas políticas que presentan sus propuestas. Como veremos, la responsabilidad de uno u otro actor es diferente.
En cuanto a los ciudadanos, la mayoría orienta su voto por la expectativa de satisfacer sus demandas a través de políticas distributivas de un Estado omnipresente. Las encuestas muestran que aun aquellos que piden cambios apoyan las políticas distributivas basadas en abundante gasto público, subsidios y planes sociales, ignorando alternativas como la del empleo genuino bien remunerado. Mayorías que, cuando haya que controlar el desmanejo de ese gasto público, se opondrán por considerarlo un “ajuste salvaje”. Son muy pocas las voces que se preocupan por crear las condiciones jurídicas y la infraestructura necesarias para atraer las inversiones que creen la riqueza, el empleo y la base impositiva para atender los gastos.
Este tipo de expectativas, que viene de lejos, se fue consolidando en una cultura distributivo-estatista que vio sus comienzos con Yrigoyen, se fortaleció con Perón, fue consentida por Alfonsín al plantear su tercer movimiento y llegó a su máxima expresión con el kirchnerismo.
Frente a una cultura dominante de estas características, las fuerzas políticas se han limitado a responder con propuestas que se someten a esas expectativas, sin mostrar capacidad innovadora para proponer una estrategia productiva que vaya más allá del corto plazo. Estas respuestas, con sus secuelas de crisis económicas e inestabilidad política, pueden deberse a convicciones ideológicas o a que se piensa que es la única forma de acceder y mantenerse en el poder. En todo caso, los resultados son los mismos.
Mientras la clase política no se sienta con voluntad y con libertad de acción como para diseñar una estrategia de desarrollo diferente, no habrá cambio de rumbo. Algunos países de la región lo han logrado (Chile y Uruguay, entre otros) en la medida en que sus fuerzas políticas han podido plantear propuestas para el mediano y largo plazo, con un fuerte énfasis en la producción, sin que ello les haya impedido llegar al poder. No sabemos si esto ocurre porque no enfrentan una cultura distributivo-estatista como la nuestra, o porque fueron capaces de manejarla; seguramente existe una interacción virtuosa entre esas dos causas. Pero lo importante a destacar es que la amplia oferta ideológica de izquierda y derecha en esos países no incluye ninguna fuerza de peso que levante banderas populistas, lo que deja a sus ciudadanos sin opción para votar por este tipo de propuestas.
En nuestro país, la influencia de esa cultura sobre el voto ciudadano exige que se haga algo para modificarla. Y ésta es una tarea para la clase política, dado que no cabe esperar que los ciudadanos lo hagan por su cuenta. La tarea incluye dos objetivos complementarios: uno, crear conciencia en la sociedad respecto de la complejidad de los procesos socioeconómicos, abandonando las propuestas demagógicas; y dos, obstaculizar, democráticamente, el voto populista al no ofrecer ninguna alternativa que recoja esas preferencias.
Esto último podrá lograrse si todas las fuerzas con peso electoral (y que sean todas es esencial) acuerdan políticas de Estado respecto de lo que no puede dejar de hacerse, junto con la renuncia a cualquier promesa que arriesgue el éxito de las mismas. Esto requerirá un nivel de diálogo propio de democracias maduras, como Chile, por ejemplo. De esta manera se obtendría, además, la ventaja de otorgar a la fuerza triunfante una cierta garantía de no sufrir una oposición desleal que recurra a prácticas populistas.
*Sociólogo.