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perdidas

Canilla ajena

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Lo miro correr. Se detiene, mira para atrás, llama, hace gestos, parece que vienen otros. Lo sigo mirando. Y sí, vienen tres o cuatro más. Gritan, se ríen. Van hasta la canilla sobre el zócalo de la pared, allí en el edificio de la editorial de la Universidad. La abren, claro, y se mojan las manos, la cara, la cabeza, se ríen, gritan, corren un poco, vuelven, siguen mojándose, se van, no, no todos, la canilla sigue abierta y la vereda se va inundando. Se van. El se queda, él, el del principio, y se sienta cómodamente en los escalones. Yo lo miro sentado ahí. No es Tom Sawyer ni Oliver Twist ni Piggy. Es un chico. De los nuestros es. ¿Ocho años? Tal vez menos. El pelo alborotado, la cara morena y dos ojos como dos carbones. Se ríe. De nada se ríe. Tal vez de haber estado mojándose en canilla ajena. ¿Tendrá canilla en su casa? ¿Tendrá casa? ¿O una casilla en alguna villa miseria? Sí, miseria, qué hay. ¿Vivirá en alguna casa, refugio, rancho, lo que sea? ¿O en la calle? ¿Irá a la escuela? ¿Habrá aprendido algo? ¿Cómo será su cerebro? A ver, doctor Manes, ayúdeme. ¿Cómo es el cerebro de un chico que vaga todo el día por la calle y no ha aprendido a pensar? ¿Y qué le va a pasar después, de aquí a unos años, eh? Lo que me inquieta es algo muy concreto. Si el cerebro del chico de la canilla ajena es un órgano normal, o, peor, mejor que normal, dispuesto, campo acogedor para un desarrollo excepcional, lo vamos a perder en el camino. Yo, usted, los padres, los vecinos, el mundo, y no estoy exagerando, sí, el mundo. Porque ese chico, el de los ojos como carbones, no va a poder nunca desarrollar lo que se esconde ahí, en ese cerebrito que todavía duerme, sus potencias. Se va a quedar en la satisfacción por haber abierto una canilla ajena. En alguna esquina alguien le va a alcanzar un envase vacío de pegamento. Y un poco después será el paco. Y si sobrevive, la cocaína, un arma, la cárcel, y así. Y el mundo, usted y yo lo habremos perdido.