Por supuesto que la situación está difícil: la disputa con los fondos buitre nos complica, la inflación está fuera de control y la actividad económica cae mes a mes. Reconozco que ésa es la verdad, pero no lo puedo decir en público”. Quien así se expresó en la semana que pasó fue el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, cada vez más incómodo en su triste papel, que deja al descubierto su falta de influencia sobre las decisiones que toma la Presidenta.
Capitanich no comparte muchas de las medidas nacidas de la mente febril del ministro de Economía, Ajuste, Devaluación, Inflación e Improvisación, Axel Kicillof. Este se ha convertido en un superministro y ha logrado recrear una situación que hace recordar la que se vivió en los tiempos de apogeo de Domingo Cavallo. En aquellos días, era la palabra de Cavallo la que terminaba por decidir el curso de acción que tomaba el gobierno de Carlos Menem. Hoy sucede algo similar.
Recuérdese que horas antes del 30 de julio, habiendo acordado el presidente del Banco Central, Juan Carlos Fábrega, el pago a los holdouts con los bancos argentinos, la Presidenta –que había avalado la propuesta– le ordenó consultar a Kicillof, cuya respuesta fue un rotundo “no”, que luego refrendó la jefa de Estado. Esta ascendencia psicológica que el ministro tiene sobre Cristina Fernández de Kirchner inquieta a más de un miembro del Gabinete. Pero no es sólo eso lo que asemeja a Kicillof con Cavallo; hay un condimento más: la soberbia. Esta prevalencia de Axel –como gusta llamarlo la Presidenta– es llamativa porque, durante su presidencia, Néstor Kirchner siempre se opuso a la idea de un ministro de Economía que le hiciera sombra. Por eso, en cuanto pudo se sacó de encima a Roberto Lavagna.
Kicillof ya ha hecho saber que su idea es no pagarles a los holdouts. Ello implica el desconocimiento del fallo del juez Thomas Griesa, actitud que complicará aun más la economía. Y esto será a pesar del apoyo internacional que, en su redoblado esfuerzo por llevar adelante su batalla política en nombre de la épica del relato, viene cosechando el Gobierno. Es lo que a Fernández de Kirch-ner y Kicillof más les gusta hacer. Es verdad que el fallo de Griesa –confirmado por la Corte de Apelación– sigue recibiendo críticas en el mundo entero, lo que, desde el punto de vista político, le ha rendido a la Argentina un resonante apoyo internacional. El problema es que nada ha servido para cambiar la situación de índole jurídica que está en la base del problema. Sobre esa circunstancia insistió el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti, quien, a pesar de haber criticado el fallo, recordó que “todas las sentencias deben cumplirse”.
Kicillof cree que haber cancelado la autorización para funcionar en el país del Bank of New York Mellon (BONY) podrá llevar a los bonistas a cambiar su postura, forzándolos a aceptar un cambio de la sede de pago. El caso es que, para muchos de ellos, eso es casi impracticable. Este punto es contradictorio con el anuncio respecto del cambio de sede de pago hecho por el Gobierno. Allí se habla de un cambio voluntario por parte de los bonistas. Sin embargo, la revocatoria de la autorización al BONY transforma lo voluntario en obligatorio: si quieren cobrar, tendrán que hacerlo en Buenos Aires. El BONY había abierto esa ventanilla exclusivamente para hacer efectivos los pagos a los bonistas que habían entrado en el canje de 2005.
Más allá de si el Gobierno logra su objetivo o no, en el complejo entramado de esta historia el desacato al fallo del magistrado neoyorquino significará un obstáculo para la economía.
La escasez de dólares se hace sentir no sólo en la plaza cambiaria, sino en la actividad económica. Las dificultades para concretar las importaciones de insumos esenciales que requieren muchas industrias están afectando sus actividades de manera creciente. Algunos casos salen a la luz pública; otros, no. El ejemplo de esta semana fue el de Fiat.
El paro del jueves no tuvo la contundencia del de abril. Sin embargo, fue una muestra del estado de conflictividad social que se vive. Ello genera, además, una revulsión en el escenario sindical. El crecimiento de los gremios de izquierda complica a las cúpulas del sindicalismo peronista. Por ello, el jueves, en algunas fábricas cuyos gremios no adherían al paro se optó por dar asueto, signo inequívoco de que algunos liderazgos han dejado de ser indiscutibles. Estamos hablando de organizaciones clave como la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) y el Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor (Smata).
Hugo Moyano enfrenta ahora el dilema de lanzar o no un plan de lucha. Es lo que le reclaman muchos de los integrantes de la cúpula de la CGT, que sostienen que sin ese plan las medidas de fuerza carecen de sentido. Esto lo tienen mucho más claro los gremios de la izquierda, que no habrán de quedarse quietos. La realidad es que el Gobierno no accederá a ninguno de los reclamos del sindicalismo opositor. Hacerlo significaría no sólo una derrota política, sino también un fenomenal problema para las arcas públicas cuyo déficit no cesa de profundizarse, lo que está obligando a un creciente y descontrolado nivel de emisión monetaria.
Los datos de la economía marcan una caída progresiva de la actividad en la mayoría de los rubros. “¡Que por favor diga qué medidas va a tomar para frenar este desastre!”, murmuraban suplicantes algunos de los empresarios que el jueves debieron someterse a la amansadora de escuchar con cara de inocultable aburrimiento la exposición de Kicillof en la reunión del Council of the Americas. Poco le importó esto al ministro, que siguió, impertérrito, con la repetición de su clase de historia de la economía argentina que a nadie interesó. Así es la soberbia del poder.
Producción periodística: Guido Baistrocchi.