Tentador, eso de hablar de esas cosas que parecen personas pero no lo son. No me refiero a los replicantes de Philip Dick, que merecen capítulo aparte, sino a maniquíes, muñecas y muñecos, máscaras vengan de donde vengan, que siempre parecen venir de Africa, Oceanía o algún remoto. Quiero decir que los simulacros me ponen nerviosa. Y sin embargo, ah, sin embargo. Siempre hay un sin embargo; siempre hay un pero. Sin la locución adversativa, ¿habría literatura? Otro capítulo aparte. Pero, ¿es que habrá acá algún capítulo incluso?
Lo hay y es el de las estatuas y los monumentos. No sólo no me molestan las estatuas sino que suelen emocionarme hasta las lágrimas. Una no puede mirar la Victoria de Samotracia y quedarse tan pancha como si nada. O el Moisés de don Miguel Angel. Pero entonces, usted me dirá, se está contradiciendo. No, mi querida señora; no, mi estimado señor. Lo que pasa es que las estatuas son para eso, para ser estatuas. Y en cambio los simulacros son para otra cosa, para fingir que son personas aunque todas sepamos de movida que nones, que no lo son.
Ahora, los monumentos son otra cosa; el tercer capítulo aparte. Los monumentos son espantosos. Generalmente son inmerecidos. Otras veces por suerte no: amo MI monumento a Belgrano en MI Parque Independencia. Lo horrible son los monumentos a la madre que suelen plantarse en cualquier lugar y peor aun, en los patios de las comisarías. Son todos iguales: cursis y mal hechos, y yo no puedo dejar de pensar que mejor hubiera sido usar esa guita para inaugurar jardines de infantes para los chicos de las madres que trabajan. Ese sí que es un capítulo incluso, con su permiso. Gracias.