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Casa tomada

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Como el que sufre las consecuencias es el alcalde de la Ciudad de Buenos Aires, hay quienes se regocijan de la politización del alumnado de las escuelas secundarias, que han tomado diez o veinte casas de estudio (no he llevado la cuenta).

Sin embargo, cuando lo mismo sucede en ciertas facultades que dependen de las universidades nacionales, ya la opinión pública ve la mano troska y los consejos directivos se rasgan las vestiduras: el calendario académico se descuajeringa, no habrá exámenes, los equipos de investigación no podrán cumplimentar las exorbitantes exigencias burocráticas que se les imponen. Ciencias Sociales espera, desde hace años, la terminación de las obras en la ex fábrica Terrabusi que fue adquirida para su funcionamiento y las (pocas) aulas que se construyen en Filosofía y Letras se destinarán (así se denuncia) a las actividades de posgrado (la decisión tiene cierta lógica, aunque sea perversa: esos estudios son arancelados y uno puede refugiarse en un izquierdismo villero si ofrece cursos gratuitos, pero en modo alguno puede hacerlo si está cobrando, y mucho, por cursos que se dictan en aulas totalmente inadecuadas para cualquier forma de pedagogía).

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Se podría agregar: es inconcebible que la Universidad de Buenos Aires no tenga una biblioteca central, ni comedores, o que los institutos de investigación funcionen en edificios ruinosos donde los techos se caen cada dos por tres y los antecitados equipos de investigadores no tienen lugar físico para reunirse. Supongo que los reclamos de los secundarios esgrimirán argumentos similares.

Y, sin embargo, todo funciona a pura pérdida (de pedagogía, de razones, de democracia). En Casa tomada, ese cuento siniestro de Julio Cortázar, el narrador (que no entiende el mundo en el que vive y que asiste a la progresiva invasión de la casa en la que vive con su hermana Irene) termina tirando la llave en una alcantarilla: “No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada”.