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Casas

Llueve y con el viento, el río, que los uruguayos llaman mar, es más Río de la Plata que nunca, revuelto y oscuro. Comemos un chivito en un restorán sobre la playa. El chivito es malo.

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Llueve y con el viento, el río, que los uruguayos llaman mar, es más Río de la Plata que nunca, revuelto y oscuro. | Marta Toledo

Hace muchos años que voy a Montevideo, cada tanto. La primera, cuando un amigo nuestro se mudó allá con una novia uruguaya, a fines de los 90. Vivían en la Ciudad Vieja y desde entonces siempre paré por la zona. Ahora también, en un hotelito triste a pasos del puerto. En las fotos publicadas en Booking se veía espléndido y luminoso, pero en la vida real es un sitio venido abajo, de poca limpieza, moscas revoloteando sobre las bandejas del desayuno americano, en una cuadra lumpen que huele a meo. La temperatura bajó bastante, igual que en Buenos Aires, pero aquí con un ventarrón que hace que las fotos que saco con el teléfono salgan movidas. A la noche empieza a llover fuerte y seguirá así hasta entrada la tarde del sábado.

Dos escritoras amigas, Marisa y Marita, me pasan a buscar para dar un paseo en auto. Andamos largo, siguiendo la rambla, hasta Carrasco. Sigue lloviendo y con el viento, el río, que los uruguayos llaman mar, es más Río de la Plata que nunca, revuelto y oscuro. Comemos un chivito en un restorán sobre la playa. El chivito es malo. Comí maravillosos chivitos en todas mis visitas, en carritos apostados en las calles. Pero este no está bueno. Es tan malo como cualquier lomito en Buenos Aires (se sabe, los buenos lomitos solo se comen en las ciudades del interior de Argentina). Pero la charla de mis amigas le pone condimento al almuerzo. Están juntas desde hace más de treinta años: una, poeta que ganó premios importantes pero nunca publicó; la otra, poeta publicada, novelista premiada. Nos conocimos hace unos años en un festival en Mar del Plata. Después de comer vamos a tomar café a su casa. Viven en el barrio Malvín, en un complejo de casas construidas cooperativamente a fines de los 80. A la casa la levantaron ladrillo por ladrillo Marita y su entonces marido y padre de sus hijos. Trabajaban para la cooperativa cuarenta horas semanales, entre todos los vecinos ayudaron a construir. Son casitas de dos plantas, con un patio con césped al fondo. En el medio del predio hay churrasqueras y mesas largas al aire libre y un salón para eventos. Algo así como el SUM de los edificios de ahora, pero mejor. En ese salón hicieron su fiesta de casamiento.

La casa está repleta de libros. Marita hizo zapallo en almíbar, de un zapallo de ocho kilos que compró en el campo.

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Más tarde vamos a la casa de Claudia, otra poeta que vive con su esposa y un gato gordo que se llama Pérez. También hay muchos libros en un departamento diminuto en la planta baja de un edificio, en un barrio más copetudo.

A la noche voy a la casa de mi amiga Patricia, a tomar unas cervezas. Patricia y yo nos conocimos en el taller de Laiseca. Entonces ella vivía aquí en Buenos Aires, pero es uruguaya. Se fue hace unos quince años. Patricia vive en una casona antigua y hermosa, cerca de Parque Rodó. La casa tiene un patio y en el medio del patio hay un árbol, una catalpa. Es un árbol precioso, ahora está con las ramas desnudas, apenas brotando, y todavía cuelgan algunas chauchas secas que se van cayendo. En unos meses estará lleno de hojas y dará unas flores magníficas. Nunca lo vi florecido porque siempre que vine es invierno o recién empieza la primavera. En el patio de la catalpa, al otro día, sin lluvia por unas horas, vamos a comer unos chorizos gloriosos. Después me iré a tomar el micro hasta Colonia. Empezará a llover tupido, de nuevo, en el camino. El chofer irá escuchando un compilado de José Luis Perales y todo será casi perfecto, por un rato.