Hay poetas de versos sueltos, que se imprimen a fuego en nuestra memoria (“Dichoso el árbol que es apenas sensitivo/ y más la piedra dura porque esa ya no siente”) y hay poetas de libros que solo tienen sentido enteros (Un golpe de dados, de Mallarmé). Luego, hay poetas de ritmo sostenido (nos arrastran al canto), pero hay también poetas de ideas luminosas.
Cada vez, los poemas (libros o versos) establecen cortes distintos con la realidad, entablan una relación diferente con el lenguaje, piensan el mundo de variada forma, intervienen en el presente o en el archivo, tienden a los altos cielos o se abisman en las profundidades de la tierra.
Por fortuna, nada de esto es totalmente cierto y hay textos que participan al mismo tiempo del cielo y del infierno, intervienen en el presente y en el archivo, cantan y piensan, producen versos memorables pero encuentran su grandeza en el libro entero.
¿Un ejemplo? El pozo y la pirámide, de Diego Bentivegna, que acaba de distribuirse.
El extraordinario poemario de Diego encuentra su altura máxima leído como libro, como un pensamiento que se va desgranando en tres pasos: El pozo y la pirámide, Cartas a K y otros extractos y Hechos del Mascardi. Si el tono del libro es casi elegíaco (sin serlo del todo), los personajes que convoca son casi ángeles, porque participan de la autoctonía con una fuerza tan persistente, que no pueden volar por los cielos como si nada les importara (“¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las escuadras angélicas?”).
Hay mucho de Rilke en este libro de Bentivegna, pero también hay mucho de Lorca, en esa obsesión por los rituales de la tierra, por lo que llama y reclama desde el fondo de la noche que (justo es decirlo) en este poemario está totalmente ausente.
El pozo y la pirámide, al mismo tiempo que tensa la relación espacial entre la tumba y el monumento (se trata, claro, de la pirámide de madera de Leuvucó, donde reposan los restos de Mariano Rosas que supo guardar con celo mezquino y decimonónico el Museo de Ciencias Naturales), y entre los diferentes nodos espaciales de aquello que, mezquina y decimonónicamente, se imaginó como el Desierto.
Diego les da la voz a esos restos de vida ranquel que encuentra camino de Leuvucó, en un paisaje agobiado por un sol impiadoso, el hambre de los perros y los remolinos de tierra reseca, a partir de los cuales piensa el ritmo de nuestra lengua pero, sobre todo, la relación no de pertenencia sino de participación respecto del paisaje.
Más adelante, en la tercera parte, el viaje hace pie (o más bien se derrumba) ante el asesinato de Rafael Nahuel (22 años, disparo letal por la espalda, arma reglamentaria del Grupo Albatros). Si para la primera parte el viaje no necesita de una referencia temporal, para la tercera la marca es decisiva. Lo que se dilata en la memoria y en el archivo, desde Mariano Rosas hasta las machis, se concentra en un punto aciago de la historia reciente.
En el medio, Diego sutura las dos partes con unas citas que vienen del otro mundo, el viejo, el que pone a funcionar una máquina interpretativa que no sirve para entender nada o que sirve para entenderlo todo mal: el lago Mascardi como la Suiza argentina...
“Yo estuve allí, yo fui (casi) testigo, escuché los tiros”, dice El pozo y la pirámide, y lo mismo se siente al leer la primera parte: todos estuvimos (casi) ahí, en ese Desierto falsificado y ardiente que explica lo que somos.
El pozo y la pirámide no quiere ni puede ser El canto general ni las Elegías de Duino. Encuentra, entre el himno y la elegía, el tono justo para cantar la canción de la tierra y, al mismo tiempo, para aunar un tiempo indefinido y dilatado (el tiempo del archivo y la lectura) con el tiempo abigarrado y definido del acontecimiento funerario.
Por supuesto, todo es político: el pozo, la pirámide, los ranqueles, las machis, los apuntes de Mascardi, la musiquita de los versos, las palabras de los otros, el llanto, los helicópteros y las balaceras en los cuerpos inocentes, pero que porque han reclamado la tierra y porque la tierra los reclama no llegan a ser ángeles.
En todo caso, no los de Rilke (si acaso: la encarnación del ángel de la historia de Klee). El pozo y la pirámide es majestuoso sin ser monumental. Es uno de los mejores libros de esta época porque pinta ese lugar (el presente) que no sabemos bien cómo habitar.